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miércoles, 20 de marzo de 2013

Reino de España: perspectivas de un proceso destituyente-constituyente


Gerardo Pisarello*


17/03/2013

"El creciente malestar social y el escenario destituyente que se está configurando a partir de él podrían desembocar en una regresión tecnocrática, autoritaria o populista conservadora. Pero nada impide que las luchas e iniciativas contra la corrupción y las políticas de ajuste puedan confluir, a la larga, en alternativas de ruptura democrática. La noción de proceso constituyente, declinada en plural y en varias escalas, puede ser un instrumento que facilite esta confluencia. Y que haga posible, como en la Grândola, Vila Morena, entonada otra vez en las calles portuguesas, que sean las mayorías sociales, las clases populares, y no unas oligarquías necias, quienes decidan el destino común".

1- Proceso constituyente: el regreso de una categoría

La noción de proceso constituyente llevaba largo tiempo desterrada de la teoría política y constitucional y del debate público. En el caso español, ocupó un papel importante en la lucha antifranquista y en las discusiones previas a la elaboración de la constitución de 1978. Poco después, sin embargo, se extendió la percepción de que todo estaba ya constituido. De que el marco constitucional había incorporado una serie de decisiones fundamentales –en materia económica, de libertades, de organización territorial– que delimitaban claramente el ámbito de lo posible. La noción de proceso constituyente democrático acabó marginada o relegada a pura metafísica. Si podía adquirir potencialidad en momentos de ruptura o de refundación, carecía de sentido, en cambio, en contextos de pacífica evolución constitucional. En ellos, el poder constituyente popular quedaba sensatamente subsumido dentro de los poderes constituidos y del marco constitucional existente. Cabía, pues, apelar a lecturas "abiertas" del texto de 1978 o a reformas constitucionales menores. Pero colocarse más allá del horizonte establecido por la constitución vigente suponía una insensatez o una utopía desconectada de la realidad, cuando no un censurable signo de sedición.

En los últimos tiempos, este constitucionalismo ideológico se ha resquebrajado notablemente. Cada vez son más las voces que, desde diferentes ámbitos –sociales, políticos y académicos– comienzan a señalar que el marco constitucional vigente, tal como se ha interpretado y aplicado en los últimos años, es parte del problema. Que las instituciones y partidos encargados de darle operatividad ya no están en condiciones de hacerlo en un sentido social y democrático. Y ello por varias razones. Algunas ligadas a su evidente rendición a poderes económicos, financieros y mediáticos reacios a todo tipo de límites y controles jurídicos. Otras, vinculadas a renuncias y a inercias heredadas de la propia transición.

Es en este marco, justamente, donde la reflexión sobre la necesidad de nuevos procesos constituyentes vuelve a cobrar actualidad. No como una categoría evidente, que pueda activarse con solo invocarla o cuyo éxito esté garantizado de antemano. Pero sí como una herramienta capaz de desempeñar algunas funciones no menores. Por un lado, contribuir a la progresiva confluencia de diferentes movilizaciones e iniciativas sociales que están surgiendo a rebufo de la crisis. Por otro, frenar la aceleración de un proceso deconstituyente iniciado desde arriba que está arrasando con las garantías jurídicas formalmente consagradas y que está condenando a los espacios democráticos conquistados en las últimas décadas a una lenta muerte por asfixia. Finalmente, situarse como alternativa a una reforma constitucional de mínimos que, en el actual contexto de confusión entre poderes constituidos y poder privado, carece de toda credibilidad.

2- Golpes deconstituyentes y cambio de régimen

La noción de proceso constituyente remite a momentos de ruptura o de refundación jurídica. Aunque su irrupción práctica se remonta a las revoluciones inglesa y americana del siglo XVII, fue teorizada en el siglo XVIII en el contexto de la revolución francesa. La noción de proceso deconstituyente, en cambio, reenvía a una realidad más reciente. Intenta describir un proceso de ruptura inverso, que no se produce en clave reformista sino contrarreformista. Y apunta a un doble fenómeno. Por un lado, al vaciamiento o la desnaturalización de los componentes más sociales y democráticos de los marcos constitucionales surgidos de la segunda posguerra del siglo XX. Por otro, a su reemplazo por nuevos marcos constitucionales liberales y autoritarios.

Este proceso deconstituyente no es nuevo. Irrumpió hace cuatro décadas con el auge del neoliberalismo y se ha acabado de consolidar con la imposición de un capitalismo financiarizado que tiende a mercantilizar todas las esferas de la vida, incluido el derecho. Esta deconstitucionalización ha operado una auténtica alienación de los marcos jurídicos pactados tras la segunda posguerra. Y lo ha hecho en diferentes escalas: en el ámbito internacional, en la Unión Europea y al interior de los Estados. En el ámbito internacional, a través de una Lex mercatoria que ha dinamitado no solo acuerdos como los de Bretton Woods, sino también el Derecho Internacional de los Derechos Humanos inaugurado con la Declaración de Filadelfia de 1944 y la Declaración universal de 1948, convirtiendo a la libre circulación de capitales, servicios y mercancías en una suerte de Grundnorm global, incuestionable e irreformable. En el ámbito europeo, a través de una serie de tratados que, desde Maastricht al Tratado de Lisboa y al llamado Pacto Fiscal, han hecho de esa Lex mercatoria y de la obsesión monetarista, las sepultureras de la Europa social y democrática de los pueblos que inspiró al movimiento antifascista tras el fin de la segunda gran guerra. Y en el ámbito interno, por fin, a través de (contra)reformas, quebrantamientos constitucionales explícitos y cambios legislativos y jurisdiccionales que han vuelto irreconocibles los rasgos más sociales y garantistas de los marcos jurídicos formalmente vigentes.

A medida que ha conseguido avanzar, este triple proceso deconstituyente ha provocado un auténtico cambio de régimen. La noción de democracia, o de democracia constitucional, resulta cada vez más inadecuada para describir la confusión y concentración de poderes públicos y privados que la financiarización del capitalismo ha producido. No es casual, en este contexto, que sobre todo en Europa del sur hayan comenzado a circular nuevas categorías, como deudocracia o cleptocracia, que permiten describir, acaso con mayor propiedad técnica, el nuevo panorama. El gobierno de los acreedores, la connivencia fraudulenta, institucionalizada, entre política y dinero, y la imposición, en definitiva, de una auténtica oligarquía isonómica, en la que el grueso de las decisiones clave recae sobre unas minorías que toleran, con dificultad creciente, algunas libertades públicas.

En el caso español, la (contra)reforma del artículo 135 de la constitución es quizás la expresión más singular y patética de esta rendición del principio democrático y del principio del Estado social a los intereses de la deudocracia. Una cesión que, por otra parte, ha hecho rememorar muchas de las componendas realizadas durante la transición, ocultas o minimizadas durante la fase de euforia del capitalismo inmobiliario financiero local. Estas insuficiencias son especialmente evidentes para las generaciones más jóvenes que no participaron en aquellos pactos constitucionales y que los ven invocados, cada vez más, en contra de sus intereses. Para esta "juventud sin futuro", la constitución –o lo que se ha hecho de ella– aparece cristalizada hoy en un régimen monárquico y bipartidista incapaz de acometer las mínimas tareas de democratización pendientes. Ni en el ámbito político, en materias como la financiación de los partidos, el sistema electoral o la ampliación de los mecanismos de control y de participación ciudadana. Ni en el ámbito económico, en cuestiones como el impago de la deuda ilegítima, la garantía de un marco fiscal social y ambientalmente progresivo o el impulso, en general, de un gobierno ecológico y democrático de la economía. Ni tampoco, como es obvio, en el ámbito territorial, donde lo que marca la agenda son las propuestas recentralizadoras y la obsesión por la "indisoluble unidad de la nación española" (la impugnación ante el Tribunal constitucional de la declaración de soberanía del Parlamento catalán y el expediente abierto contra el Fiscal superior de Catalunya por unas declaraciones que no descartaban la legalidad de una consulta de autodeterminación, son el último episodio de una reacción que no ha hecho sino cargar de argumentos a las posiciones favorables a salidas unilaterales e incluso a la opción independentista).

3- El escaso realismo de una reforma constitucional de mínimos, sin referendo popular

Junto a este bloqueo de la razón constitucional, es verdad, también han comenzado a sentirse voces favorables a la reforma del texto de 1978. Muchas de ellas prosperan incluso entre el quienes hasta hace poco oscilaban entre el inmovilismo y algunos cambios limitados, en la línea del informe emitido por el Consejo de Estado en 2006. Aquel informe, redactado durante el gobierno Zapatero en pleno proceso de reformas estatutarias, circunscribía el cambio constitucional a cuatro cuestiones escasamente regeneracionistas. La primera, la igualdad hombre-mujer en la sucesión de la Corona. La segunda, el reflejo en la constitución de la ratificación del Tratado constitucional europeo y de la cesión de competencias a la Unión. Y las más polémicas: la incorporación de la denominación de las comunidades autónomas (a partir de la distinción nacionalidades-regiones del artículo 2) y el rediseño del Senado. Ya entonces, el resultado no convenció a nadie. Las presiones para "cerrar" el modelo de organización territorial en clave centralista y los temores a que el debate sobre el papel de la Corona condujera a un cuestionamiento de la institución, llevaron a aparcar el proyecto. Importantes dirigentes socialistas convinieron en que "abrir el melón" de la reforma solo podía traer problemas. José María Aznar, miembro del Consejo de Estado, se permitió directamente votar en contra del informe, alegando que no existía "ni la necesidad jurídica, ni la conveniencia política, ni el consenso necesario".

El fracaso de aquella experiencia y la irrupción de hechos nuevos, como las movilizaciones por el derecho a decidir en Catalunya o la irrupción del 15-M, llevaría a algunos miembros del PSOE, ya en la oposición, a reconocer que el régimen constitucional, tal como se ha interpretado en los últimos treinta y cinco años, estaría agotado. De manera inorgánica y tímida, algunos dirigentes han sugerido la conveniencia de ampliar la agenda reformista: a algunos mecanismos de participación ciudadana, al reconocimiento del carácter fundamental de algún derecho social específico, como el derecho a la salud, e incluso a la constitucionalización de un modelo de organización territorial federal y moderadamente pluralista (en la línea, si acaso, del informe elaborado para la Fundación Alfonso Perales por un grupo de juristas andaluces). Más allá de su escasa audacia, el problema de estas iniciativas es que continúan teniendo una base endeble, tanto si se presentan como propuestas de corto plazo como si se plantean en términos de futuro. En el primer caso, porque resulta difícil pensar que el Partido Popular vaya a aceptarlas, a menos que se vea capaz de forzar su rebaja y de vaciarlas de cualquier contenido medianamente transformador. En el segundo, porque muchas de estas supuestas iniciativas regeneracionistas carecen de consenso incluso dentro del propio PSOE. Basta pensar en la enconada reacción del partido a la exigencia de abdicación del rey, al apoyo decidido a un Pacto Fiscal Europeo que ahoga los derechos sociales o a la tolerancia frente a iniciativas de un marcado chovinismo español como la Fundación España Constitucional, impulsada por José Bono y por Eduardo Zaplana e integrada por una treintena de ex ministros de UCD, del PP y del propio PSOE.

En realidad, incluso en la improbable hipótesis de que las propuestas de reforma más sociales y democráticas lograran consenso interno, se integraran en una agenda de cambios más ambiciosa, y lograran prescindir del apoyo del PP, continuarían exigiendo una política de alianzas tan amplia que sólo sería posible en el marco de un nuevo proceso constituyente. Pero este horizonte está muy lejos de lo que el PSOE se ve capaz de impulsar. Sus propuestas suelen girar en torno a reformas de mínimos, o mejor, a reformas no reformistas. Casi siempre están pensadas como ejercicios de competencia jurídica, dentro del marco vigente, dirigidos a calmar el malestar social pero a desalentar, al mismo tiempo, cualquier reactivación del poder constituyente originario que pueda desbordarlos. En general, las iniciativas de reforma de los partidos mayoritarios suelen moverse en el ámbito del artículo 167 de la actual constitución. En parte porque la vía alternativa del artículo 168 se pensó como auténtico cerrojo destinado a impedir el cambio, más que a propiciarlo. Pero también porque el artículo 167 permite sortear el pronunciamiento popular a través de referéndum. Y es que como ya ocurrió en la Unión Europea tras el rechazo francés y holandés al Tratado constitucional, la consulta directa a la ciudadanía sobre aspectos relevantes de la vida política o económica, se ha convertido en la gran bestia negra de las actuales clases dirigentes. En un factor potencialidad de ingobernabilidad que hay que intentar eludir por cualquier vía. Así quedó probado en Grecia, cuando el PASOK intentó someter a consulta los propios ajustes. Y así está quedando de manifiesto en las apelaciones a soluciones técnicas que eviten interferencias ciudadanas que pondrían en peligro la "gobernabilidad" del sistema.

4- La perspectiva de un proceso destituyente-constituyente plural, en diferentes escalas

El escaso realismo de una vía reformista de mínimos, pactada desde arriba, abre a la perspectiva de un proceso constituyente un espacio inédito. Todavía es un espacio modesto, pero puede crecer, sin que por ello haya que abandonar los ejercicios concretos de resistencia constitucional garantista o el aprovechamiento de los intersticios que el marco actual continúa ofreciendo. En realidad, buena parte de las medidas de ajustes emprendidas traspasan prima facie las líneas rojas que se desprenden de cualquier comprensión mínimamente garantista del texto de 1978 y de los pactos internacionales de derechos humanos. De ahí que muchos actos de desobediencia frente estas políticas –las ocupaciones de escuelas, de ambulatorios o de entidades financieras– aparezcan, paradójicamente, no como actos ilegales, sino como actos de desobediencia civil garantista frente a una legalidad vulnerada por quienes se presentan como sus máximos defensores (la reciente sentencia en materia hipotecaria del tribunal de Luxemburgo, que enmienda incluso la pasividad del propio tribunal constitucional español, va en este sentido). Esta denuncia de la ilegalidad del poder, del incumplimiento por parte de los poderes públicos del propio marco normativo al que suelen apelar para legitimarse, ha otorgado a los movimientos sociales y ciudadanos un margen considerable para la resistencia y la desobediencia. Pero no ha impedido, en ningún caso, la demanda de nuevas formas de legalidad. Como bien ha mostrado la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, nada impide combinar acciones de desobediencia civil (bloqueos de desahucios) con usos garantistas de la legalidad vigente (acciones ante los tribunales, iniciativas legislativas populares) y con la defensa de un horizonte más amplio de transformaciones jurídicas y sociales.

La cuestión clave, en todo caso, estriba en cómo conseguir que las reivindicaciones aisladas o sobre temas concretos –auditoría de la deuda, vivienda, educación, sanidad, precariedad, feminismo– confluyan en un proceso constituyente protagonizado por las mayorías sociales, por las clases populares, o por eso que, de manera metafórica, se ha denominado el 99%. Es en este punto, precisamente, donde la noción de proceso constituyente se vincula a otra noción de igual centralidad: la de poder o proceso destituyente. No hay, en efecto, proceso constituyente que no implique al mismo tiempo un proceso destituyente, esto es, una voluntad de modificación de la correlación de fuerzas existentes para romper con lo que hay, o con parte de lo que ya existe, y para plantear algo nuevo. Este fue el punto de partida de los procesos revolucionarios que acabaron con los antiguos regímenes del siglo XVII y XVIII. Fue el punto de arranque, también, de los procesos constituyentes que, en ruptura con el fascismo y otras dictaduras, alumbraron las grandes constituciones republicano democráticas del siglo XX, como la italiana de 1948 o la portuguesa de 1976. Y ha sido, también, una pieza clave en los procesos constituyentes posneoliberales que se han abierto en el siglo XXI en América Latina, en algunos países del norte de África o en la propia Islandia.

La activación de este poder, o si prefiere, de esta potencia destituyente-constituyente, depende de varios factores. Ante todo, de la superación de los elementos de bloqueo y de impotencia que impiden su articulación y su configuración como tal. En primer lugar, la impotencia individualista, esa "mutación antropológica" producida por décadas de privatización de la vida cotidiana y de fomento deliberado de un consumo alienante que dificulta la socialización. En segundo lugar, la impotencia producida por el miedo: a la pérdida de un empleo, a la pérdida de la propia casa, al endeudamiento, a la represión. Convertir esta impotencia constituida en potencia destituyente-constituyente es esencial para recomponer un cierto sujeto antagonista hoy atenazado por fenómenos de servidumbre voluntaria e involuntaria. No se trata de algo sencillo. Sin embargo, el 15-M, las múltiples huelgas generales y sectoriales, el 25-S, la experiencia de la PAH, la "marea de mareas ciudadanas" y otras experiencias similares ya aportan una imagen, difusa si se quiere, pero real y expresiva, de lo que podría ser una fuerza plural y democrática capaz de erosionar y ganar espacio a las fuerzas políticas y económicas del régimen.

Es evidente, en todo caso, que para que esta erosión sea efectiva, el poder destituyente-constituyente debería ser capaz de manifestarse en un doble ámbito: como poder electoral y como poder social en acción. La activación del poder destituyente-constituyente electoral (que podría seguir a una convocatoria ordinaria de elecciones, pero también a una moción de censura, a una dimisión o a una disolución anticipada del parlamento) y el cambio de correlación de fuerzas en la esfera institucional tienen una gran importancia. De entrada, porque contribuirían a frenar, en sede institucional, los recortes más severos de derechos y libertades que se están produciendo (comenzando por la criminalización de la protesta). Por otro lado, porque facilitarían una ruptura o una reforma constitucional para la ruptura que acabara en la convocatoria de una asamblea constituyente y en la redacción de una nueva constitución. Naturalmente, para que el cambio electoral no se resuelva en un rápido y frustrante cierre institucional, es imprescindible que el poder destituyente-constituyente se exprese también como poder en acción, es decir, que sea capaz de reconfigurar las relaciones reales de poder más allá de las instituciones: en el territorio, en los barrios, en los lugares de trabajo, en las escuelas y universidades, en la red. Esto supone la profundización de procesos que están en marcha, aunque de manera incipiente. Por un lado, la creación y fortalecimiento de espacios de ayuda mutua, de cooperativas de consumo, de producción, de crédito. Por otro, el impulso de nuevos espacios de articulación social, como las asambleas de movimientos sociales que prefiguraron los procesos constituyentes boliviano o ecuatoriano, o como la llamada constituyente social en Argentina. Por fin, la generación de instrumentos de intervención sindical y política abiertos, no burocratizados y conectados con las señales de la calle (Syriza sigue siendo, sobre todo en Europa del sur, una de las experiencias de referencia en este sentido).

La interacción adecuada, en tiempo y espacio, entre poder destituyente-constituyente electoral y social es decisiva. Si la tarea constituyente, como ocurrió en la transición, se abordara con una correlación de fuerzas no suficientemente favorable a quienes propugnan una ruptura democrática, el resultado podría ser una constitución ambigua (e incluso regresiva) que bloquee y que dificulte transformaciones posteriores. No obstante, la propia exigencia de una asamblea constituyente también puede convertirse en un factor de politización y contribuir a esa reconfiguración de las relaciones sociales. Sea como fuere, tomarse en serio la necesidad de un proceso constituyente democrático exige no solo poner de manifiesto sus potencialidades para facilitar la confluencia de contrapoderes sociales hoy dispersos. También exige no idealizarlo, como si se tratara de un golpe de mano o de una receta mágica, ni esconder los complejos desafíos que debería afrontar. De entrada, el de su necesaria configuración plural, en diferentes ámbitos o escalas. La redefinición del marco jurídico en un Estado periférico como el español, en efecto, tendría un recorrido corto si no fuera capaz, al mismo tiempo, de alentar procesos de reforma o de ruptura en otros ámbitos. En primer lugar, si no contribuyera a revertir la deriva tecnocrática y austeritaria experimentada por la Unión Europea y a cuestionar la Lex mercatoria que hoy rige de manera descarnada las relaciones internacionales. Un proceso constituyente estatal podría ampliar el margen para el cuestionamiento de algunas de las políticas hoy impuestas desde Bruselas. Sin embargo, solo la apertura desde abajo de un auténtico proceso constituyente europeo, que culminara en una asamblea constituyente democráticamente elegida, permitiría resolver de manera satisfactoria el dilema entre salir de la Unión, o del euro (con todos los costes de transición que ello supondría) o limitarse a aguardar una reforma desde arriba de las políticas monetaristas y privatizadoras hoy vigentes (con costes no menos dramáticos, como se está viendo).

Del mismo modo, cualquier proceso constituyente de ámbito estatal perdería legitimidad y eficacia si no respondiera a las demandas provenientes de territorios en los que, junto a la asfixia que produce la crisis, existe un fuerte sentimiento de identidad nacional, como ocurre en Catalunya, Euskadi o Galicia. En estos territorios, de hecho, la demanda de un proceso constituyente existe, y con más fuerza quizás que en el ámbito estatal, vinculada al derecho a decidir. Estos procesos constituyentes sub-estatales podrían contribuir a alumbrar nuevas fórmulas federales y confederales, articuladas desde abajo, o dar paso a nuevos estados independientes. Pero no tienen por qué obstaculizar procesos constituyentes similares impulsados en ámbitos más amplios. Por el contrario, si los movimientos sociales y las fuerzas de izquierdas logran hegemonizar estos procesos constituyentes estatales y sub-estatales, podrían generarse complicidades en torno a un programa común de ruptura con el régimen monárquico y bipartidista heredado de la transición. Seguramente, este programa debería incluir cuestiones básicas como la instauración de gobiernos republicanos, la oposición a las políticas de austeridad y el impulso de un rescate ciudadano, la defensa de la justicia social y ambiental y la apuesta por la transparencia y la democracia participativa. De conseguirse, bien podría ser el punto de encuentro de numerosas posiciones federalistas, confederalistas e incluso independentistas que, dentro del respeto a la diversidad, no quieren renunciar al entendimiento entre los pueblos y a la fraternidad entre "la gente de abajo".

Evidentemente, ningún proceso que pretenda destituir lo que existe puede ignorar las resistencias que tendría por delante. Para comenzar, entre las propias fuerzas políticas, económicas, mediáticas e incluso militares del régimen que pretende cambiar. En el caso español, resulta evidente que estas fuerzas tienen sus propios planes de "regeneración desde adentro" y que no estarán dispuestas a tolerar ningún proceso de cambio jurídico o social que escape a su control. Lo cierto, en todo caso, es que mientras mayores sean la deslegitimación de lo existente y la articulación de contrapoderes sociales democráticos, más difícil será una respuesta simplemente autoritaria (la negativa de algunos jueces y miembros de las fuerzas de seguridad a ordenar y ejecutar desahucios es una señal no desdeñable). Sea como fuere, la acelerada erosión del régimen constitucional heredado de la transición y hoy reconvertido en deudocracia es todo menos una ensoñación voluntarista. Por primera vez en décadas, las encuestas coinciden en que, de celebrarse elecciones, los dos grandes partidos de ámbito estatal apenas llegarían a sumar poco más del 45% de los votos emitidos. Esta opinión negativa también alcanza a instituciones clave del Estado salido del franquismo, como la monarquía, rechazada por casi el 60% de los jóvenes entre 18 y 29 años. Ciertamente, el creciente malestar social y el escenario destituyente que se está configurando a partir de él podrían desembocar en una regresión tecnocrática, autoritaria o populista conservadora. Pero nada impide que las luchas e iniciativas contra la corrupción y las políticas de ajusten puedan confluir, a la larga, en otras alternativas de ruptura democrática. La noción de proceso constituyente, declinada en plural y en varias escalas, puede ser un instrumento que facilite esa confluencia. Y que haga posible, como en la Grândola, Vila Morena, entonada otra vez en las calles portuguesas, que sean las mayorías sociales, las clases populares, y no unas oligarquías necias, quienes decidan el destino común.

* Gerardo Pisarello Prados es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona y miembro del Comité de Redacción de Sin Permiso.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Sois cuatro gatos de nada