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sábado, 29 de junio de 2013

¡Buuuuuu! ¡Fuera, fuera, fuera!




24/06/2013

Lo del ministro Wert con los abucheos no es aceptable en una sociedad democrática. Deberíamos rechazar estas faltas de respeto y muestras de intolerancia, que se están volviendo cotidianas. No podemos consentir que el ministro siga abucheando a los ciudadanos cada vez que sale a la calle.

El último capítulo fue en el Teatro Real, el viernes pasado, cuando Wert se asomó al palco y se puso a abuchear a los espectadores: a los estudiantes, a los padres con hijos estudiantes, a los músicos y artistas presentes, y a los ciudadanos en general; todos se llevaron su ración de silbidos e insultos por parte del ministro, que se dedicó a recordar a los presentes los recortes educativos, la reducción de becas o el aumento del IVA a la cultura.

Wert es reincidente, pues lleva todo el curso abucheando a profesores, estudiantes, padres, rectores y trabajadores de la cultura. En cuanto ve una camiseta verde se pone a hacer cortes de manga. Yo mismo, como padre con hijas en colegio público, he sufrido los gritos insultantes del ministro, que me ha abucheado repetidas veces desde emisoras de radio, entrevistas de televisión, la tribuna del Congreso o la mesa del Consejo de Ministros. Cada vez que me ve, me chilla.

Hace tres semanas aun fue más lejos: el ministro faltó al respeto a unos estudiantes, los más brillantes de su generación, a los que abucheó en la entrega de diplomas, gritándoles barbaridades: “¡Me río yo de los que queréis investigar! ¡Venga, largaos a Alemania cuanto antes! ¡Y dad las gracias por haber acabado la carrera, que otros no podrán pagar la matrícula!” Completamente desatado, Wert intentó incluso agarrarlos de la mano al pasar, imagino que para retenerlos y berrearles directamente en la oreja.

Wert no es el único que va por ahí abucheando a los ciudadanos. Otros miembros de su Gobierno, Rajoy incluido, así como presidentes y consejeros autonómicos, y dirigentes del PP, han protagonizado episodios similares en el último año, abucheando a médicos, profesores, afectados por hipotecas abusivas, estafados de las preferentes, y en general a cualquiera que pase por las inmediaciones del Congreso, la calle Génova o las sedes regionales. Hagan la prueba, acérquense a algún gobernante, y ya verán cómo se llevan una pitada.

Hasta los miembros de la Familia Real empiezan a cogerle el gusto a ofendernos ruidosamente. Hace unos días el Príncipe y su mujer entraron en el Liceu de Barcelona y, nada más sentarse en el palco, se pusieron a silbar y a gritar a los incrédulos espectadores: “¡Que sepáis que pensamos seguir viviendo del cuento muchos años! ¡Y no daremos explicaciones por los escándalos de la infanta, Urdangarin, Corinna, la cuenta suiza del rey o los elefantes muertos! ¡Voy a reinar porque soy hijo del rey, chupaos esa! ¡Ajo y agua, republicanos! ¡Y si sois independentistas, dos veces ajo y agua!”

Incluso la reina, tan modosita que parecía, se ha arrancado a abuchear en un par de ocasiones recientes. Ya que el rey no sale mucho de palacio, se ocupa ella misma de silbar y gritar a los ciudadanos en su nombre, y de recordar que su marido y ella son los máximos representantes de un sistema en descomposición. “¡Viva la Transición!”, se la oyó chillar en el Auditorio el sábado.

Parece previsible que los abucheos de gobernantes a los ciudadanos vayan a más en los próximos meses. Imagino que no podrán resistirse, y cada vez que acudan a inaugurar o visitar algo, aprovecharán para abuchear a todo el que se acerque, lo mismo estudiantes que parados o pensionistas. Habrá que armarse de paciencia.


miércoles, 26 de junio de 2013

Construyendo el futuro


Hacer frente al expolio al que nos someten los poderes es cosa de todos, o se nos llevarán por delante

Juan Manuel Aragüés Estragués*

El Periódico de Aragón

21/06/2013

Que algo se mueve en la política española es una evidencia que se viene constatando desde hace años. El bipartidismo, ese turnismo contemporáneo en el que dos organizaciones se alternan en el ejercicio del poder sin que nada sustancial se altere, echando mano de muletas al servicio del mejor postor, parece en crisis terminal. En el ámbito de la izquierda, las experiencias de nuevas alianzas, desde las realizadas en Aragón hasta las que tuvieron lugar en Galicia, si hablamos de España, o el caso de Syriza en Grecia, muestran el deseo social de construir un movimiento antagonista, contrahegemónico, que ponga fin al actual régimen corrupto y antidemocrático sustentado por las burocracias europeas. Cada vez es mayor el número de ciudadanas, de ciudadanos, que somos conscientes de que solo con nuestra participación activa hay alguna posibilidad de parar los pies a la insaciable voracidad capitalista.

Mientras los medios de comunicación, con honrosas e ínfimas excepciones, siguen jugando al apolillado juego de siempre y dando espacio a actores políticos zombis e insustanciales, agostados en su ritual de declaración hueca y contradeclaración vacía, la realidad real se mueve. Aragón, nuevamente, es punta de lanza de esos movimientos. En los últimos días se han sucedido iniciativas, convocatorias, que buscan construir el futuro dando la palabra a la sociedad y construyendo un amplísimo movimiento ciudadano sobre la base de un programa útil a la mayoría social. Porque, como dice el Frente Cívico, una de las organizaciones protagonistas, somos mayoría.

El Frente Cívico Somos Mayoría, una organización impulsada por Julio Anguita, activo en Aragón hace ya un tiempo, ha desarrollado toda una serie de actos por Aragón, con la presencia de su número dos nacional, Víctor Ríos, para potenciar la idea de la necesidad de un proceso político en el que se implique la mayoría social para dar a luz, con un proceso constituyente de por medio, una sociedad al servicio de las personas y no de los intereses del capital. Un proceso constituyente que extrae su necesidad del golpe constitucional asestado de consuno por PP y PSOE, al modificar la Constitución para ponerla al servicio del pago de la deuda y no de los intereses ciudadanos. Víctor Ríos apuntaba también hacia la necesidad de generar un movimiento nacional en defensa de las pensiones, frente a las recomendaciones del informe de los doce sabios, ocho de los cuales están directamente vinculados a aseguradoras que comercializan fondos de pensiones. Más que sabios, se me antoja que son verdaderos listos que han olfateado el olor de dinero fresco y fácil. Todo un clásico en nuestro país.

En paralelo, Ateneo y otros colectivos han organizado el pasado fin de semana la Convención 3D (por la Democracia, los Derechos Sociales y contra el pago de la Deuda), cuyo horizonte vuelve a ser la construcción de un bloque social que haga frente a las agresiones neoliberales desde la participación colectiva y plural. Muy plural, añadiría yo, pues los participantes en la Convención somos conscientes de que el malestar social transciende las tradicionales etiquetas políticas. Por ello, más que autoetiquetarnos, entendemos que de lo que se trata es de definir un perfil programático básico pero nítido que pueda servir como instrumento de interlocución con la sociedad indignada. Un proceso de interlocución al que, a mi modo de ver, es preciso convocar a todos aquellos y aquellas que han mostrado su oposición a las actuales políticas: sindicatos (minoritarios y mayoritarios), mareas, colectivos, partidos políticos de izquierda para, entre muchos y muchas, parir un instrumento útil a la mayoría social.

Vivimos un momento histórico, asistimos a una batalla decisoria. El agonizante neoliberalismo no va a tener escrúpulos en llevarse por delante cuanto haga falta en sus estertores, que pueden prolongarse décadas. Es el momento de la convergencia, de buscar estrategias comunes, de olvidar desencuentros. Dos actitudes debemos desterrar: la de quienes, desde la indignación, esperan que sean otros los que les solucionen el problema; por otro lado, la de quienes, habituados a ser protagonistas de la movilización o de la política, miran con recelo el protagonismo social. Hacer frente al expolio al que nos someten los poderes establecidos es cosa de todos. O sabemos entenderlo o se nos llevarán por delante.

http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/opinion/construyendo-futuro_863432.html

Juan Manuel Aragüés Estragués es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Fue secretario general del Partido Comunista de Aragón entre 1993 y 1999. En la actualidad, coordina las Mesas de Convergencia de Aragón.

domingo, 23 de junio de 2013

El pasado nunca muere y ni siquiera pasa


Bonifacio Cañibano*

El rincón del ñángara

22/06/2013

Fuentes de Andalucía está situado en plena campiña sevillana, entre Écija y Carmona. En el verano hace un calor de justicia. Lo hará este domingo, en el que la gente del pueblo va a levantar un monumento a las mujeres que violaron y mataron los fascistas en el 36, en otro verano muy caluroso.

¿Otra historia de terror sobre la Guerra Civil?

Hasta cierto punto. Esta será una historia sobre la impunidad y el olvido.

Aquel 18 de julio, cuando ya atardecía, la gente de Fuentes estaba celebrando lo que en Andalucía llamamos una “velá”, cuando un grupo de guardias civiles empezó a disparar. La gente huyó aterrorizada y se encerró a cal y canto en sus casas, donde pasaron la primera noche de pánico, de otras muchas que iban a venir. Estuvieron a oscuras, porque los guardias siguieron disparando hasta entrada la madrugada, alcanzaron a la acometida eléctrica de la Casa del Pueblo y provocaron un apagón general. Algunos vecinos, muy pocos, huyeron por la calle del Pozo Santo, pero la inmensa mayoría se quedó en su casa, porque en Fuentes no había ocurrido nada por lo que la gente pudiera tener miedo a represalias.

Absolutamente nada. Ni siquiera había habido problemas con el cura, ni enfrentamientos importantes con los terratenientes (dos tercios de las tierras eran del Duque del Infantado). En el informe que el párroco había hecho para el Obispado, tres años antes, “El informe sobre el estado de las almas” lo llamaban, solo se quejaba de que cada vez iba menos gente a la iglesia, que había moribundos que ya no pedían el viático, que a él algunos vecinos no le saludaban en la calle y le trataban “como si fuese un hombre cualquiera”.

¿Y los terratenientes? Estaban muy enfadados con la Republica, por la reforma agraria y por otra ley que les impedía traer esquiroles de otras comarcas, en caso de huelga. Pero no tenían puntualmente causas pendientes con los jornaleros de Fuentes. Solo les alarmaba que se hubieran afiliado en masa a los sindicatos y que muchas mujeres del pueblo se hubieran negado a “servir” en sus casas, después de que ellos, decidieran no cultivar las tierras para llevar a la Republica a una situación sin salida.

En Fuentes, cómo en el 70 por ciento de los pueblos de Sevilla, no hubo guerra (entendida como milicias que se enfrentan, trincheras, brigadas internacionales…) Lo que hubo, fueron tapias de fusilamiento y fosas comunes. A eso se dedicó la Benemérita y las bandas paramilitares de falangistas y requetés; todos coordinados por los militares sublevados. Una semana después del golpe comenzaron los fusilamientos (con sus espeluznantes detalles) las torturas, los robos de las cosechas, el ganado y las pocas tierras de los campesinos. La barbarie fascista, que llamaron “nuevo amanecer”, terminó con 116 cadáveres, culpables de delitos tan peregrinos como acudir a las asambleas de la Casa del Pueblo o bordar banderas republicanas.

El monumento que se levanta este domingo en el pueblo (un pozo invertido que se eleva hacia el cielo) está dedicado de forma específica a las mujeres asesinadas en un cortijo del pueblo que se llamaba el Aguaucho. Algunas eran adolescentes. Se las llevaron en un camión, las violaron, las mataron, las tiraron a un pozo y después se pasearon por el pueblo con las bragas y los sujetadores de las víctimas colgadas de los cañones de los fusiles… Tan seguros estaban de que sus crímenes iban a quedar impunes… Y tenían razón, quedaron impunes. Ellos descansan como muertos honorables en el cementerio y los huesos de ellas continúan en el pozo.

“El pasado nunca muere y ni siquiera pasa” decía Faulkner, pero para que no tenga consecuencias el camino es abolir la memoria histórica de los pueblos. Lo más inquietante de la Guerra Civil es su gigantesca ocultación. No es nada fácil esconder a los ojos de todo un pueblo la naturaleza de la mayor matanza de españoles que ha habido en la historia. Hay que reconocerles su éxito, especialmente a Felipe González y a los “socialistas” de la Transición (llamémosla Transustanciación) sin cuya colaboración “el gran ocultamiento” hubiera sido imposible. Tiene mérito que una parte de la población todavía crea que esta guerra se debió a “los excesos de la Republica”, a la radicalización de la izquierda o a la quema de iglesias. Y que hasta ahora, setenta años más tarde, no se haya empezado a difundir la verdad, gracias a los trabajos de las asociaciones de la Memoria o de aislados historiadores, que bregan contra todo tipo de problemas documentales.

Los franquistas eran conscientes de la magnitud de sus crímenes, de modo que a la salida de la Dictadura, además de blindarse con una ley de punto final, hicieron desaparecer cuidadosamente las pruebas documentales de sus delitos. En los primeros años de la “democracia” se volatilizaron los archivos policiales, los de las Comandancias militares, los de la Guardia Civil, los de la Falange y los de las Capitanías Generales. La muy precisa documentación de cuarenta años de represión sigue inaccesible en algún lugar desconocido que los gobiernos no quieren revelar. Para su oprobio histórico.

Por eso no sabemos exactamente a cuántas mujeres mataron en el cortijo del Aguaucho: ¿A las 25 que asesinaron en Fuentes o solo a una parte? Por eso desconocemos quién era el militar que dirigía al brigada chusquero de la Guardia Civil, Martín Conde, que sembró el pueblo de cadáveres. Ni de donde procedía la saña anti jornalera del cabo Moyano, ni a cuantos mató el fascista Herce, ni por qué el párroco (que no era un cura trabucaire, como alguno de sus colegas) quiso formar parte del comité que se dedicaba a identificar a los rojos. Ni quiénes fueron los delatores, que abundaban y sobraban en los pueblos. Ni si a las 26 mujeres de la localidad cercana de Villanueva del Río y Minas las vejaron también antes de fusilarlas, o qué hicieron con las 29 del Arahal o a las 24 de Paradas…

“Un pueblo sin memoria no es más que un espantajo que camina a ciegas por un espacio sin puntos cardinales”, decía Sarrionandia. Y es verdad. El pasado no está cerrado ni ha sido enmendado por el presente. Quizás restos del enorme miedo que se extendió por los pueblos y ciudades “liberadas” por los franquistas, se haya quedado en la memoria genética de la gente y siga restando capacidad para enfrentar la actual ofensiva de la derecha.

Walter Benjamin lo formula con más claridad cuando plantea que cada generación debe de contemplarse a sí misma en el espejo de las generaciones vencidas y analizar los mecanismos sociales de los que fueron víctimas sus antepasados. Quienes más necesitan la historia, dice, son los oprimidos, para no olvidar que su situación no tiene nada de “natural”. Es una concepción de la historia que escandaliza desde siempre a la socialdemocracia, tan partidaria de extender el adanismo.

La batalla por la memoria, en Fuentes de Andalucía, todavía la van ganando los asesinos y violadores del Aguaucho. Y en España todavía la va ganando Franco, que reposa en un panteón mientras decenas de miles de sus víctimas permanecen en fosas comunes.

http://blogs.publico.es/bonifacio-canibano/2013/06/22/el-pasado-nunca-muere-y-ni-siquiera-pasa/

* Bonifacio José Rodríguez Cañibano es periodista y ha formado parte de las redacciones informativas de ABC, Canal Sur, Antena 3, Canal +, Tele 5, CNN +, Telesur o Venezolana de Televisión, entre otros medios de comunicación.

** Desde UCAR-Granada, queremos felicitar públicamente a los compañeros de UCAR-Sevilla y El Gallo Rojo, por su infatigable trabajo en la recuperación de la memoria histórica de los crímenes de El Aguaucho.

lunes, 17 de junio de 2013

Menosprecio de aldea, alabanza de corte


Carlos Mármol*

Andaluces Diario

14/06/2013

Los antiguos amaban el campo e idealizaban la vida campestre. Pero no tenían más remedio: era su entorno cotidiano. Desde el Beatus ille de Horacio a las Geórgicas de Virgilio, buena parte de la literatura clásica enaltece con vehemencia la función de la aldea como paraíso, nación y destino. La lírica acostumbra a dar prestigio a los conceptos –si es buena, por supuesto– pero no siempre tiene razón. La desvertebración territorial y la mentalidad rústica continúan siendo los dos grandes males que aquejan a la patria incluso ahora que, a la vista de la agenda pública, seguimos dándole vueltas a la noria de lo que somos, cosa que nunca termina de quedar clara. Para unos procedemos de una suma múltiple de culturas y civilizaciones. Para otros formamos una unidad indisoluble, al contrario que un azucarillo dentro de un café (para todos). Se opte por el federalismo o se transite por la senda del autonomismo –lo del regionalismo suena ya demasiado añejo–, la bizantina discusión sobre la identidad de Andalucía, recurrente como los ciclos de la sequía, no deja de discurrir por un terreno perfectamente estéril. Castilla del Pino zanjó la cuestión hace ya algunos años en un famoso artículo de La Ilustración Regional, aquella revista que se presentaba como liberal, aunque ya sabemos que liberales somos (casi) todos hasta que nos tocan la cartera. Decía el ilustre psiquiatra: “La conciencia regional existe o no existe. No se fabrica”. No se puede decir más claro. Y, sin embargo, en las tres décadas largas de autonomía uno de los mayores fracasos del sistema institucional que nos hemos inventado es no haber entendido nunca que no puede construirse aquello que, según Castilla del Pino, no existe.

El problema parte de una cuestión de concepto. ¿Qué es Andalucía? Hay quien, como los padres del Estatuto, lo resuelven diciendo que es una “nacionalidad histórica”. Pero que lo ratifique el Parlamento no significa que sea cierto. Ni exacto. El término busca circunscribir a un campo semántico único cosas diferentes: una latitud geográfica, una determinada cultura que más que singular es la común a nuestra evidente raíz mediterránea y un sistema de gobierno cuyo nacimiento es la Santa Transición, que es la épica menor que nos queda más cerca a falta de otra mejor. Un mito con tres cabezas distintas. Celebramos la diversidad y la pluralidad, como proclama el texto autonómico constituyente en su preámbulo, pero tenemos miedo de los significados abiertos. Al hablar de “la conciencia del pueblo andaluz” –el adjetivo no es sustancial, la cosa valdría para cualquiera– algunos entornan los ojos, se llevan la mano al pecho, miran hacia el cielo y dan a la frase la trascendencia de una invocación sagrada. Hacen ideología, por supuesto, porque ya se sabe que la conciencia colectiva, si es que existe realmente tal cosa, ni se crea ni se destruye, tan sólo se manipula en función de las conveniencias. El pensamiento humano, que siempre es individual aunque después pueda ser compartido por todos, brota en situaciones históricas determinadas. A medida que las cosas cambian debería ser capaz de adaptarse y correr parejo con el reloj digital de la evolución, no quedar preso en un escudo con leones y columnas. El mundo se mueve y cambia. Pero hay quienes no terminan de aceptarlo.

La mitología germinal de Andalucía, según nos explica Isidoro Moreno, defiende la idea de que en estos pagos tuvimos una evolución histórica anómala en relación al contexto europeo. La idea viene de Ortega. No hubo ruptura expresa entre las distintas civilizaciones que nos conformaron, sino una sucesión más o menos tácita. La consecuencia práctica es que, adaptándonos a los dominadores, nunca dejamos de ser nosotros mismos, los eternos indígenas de siempre. Nunca abandonamos los ropajes de la cultura agraria que nos define. Nuestra devoción por el ambiente de casino se percibe en esa obstinación costumbrista que a algunos les resulta tan entrañable y pintoresca, que es justo la que nos impide expulsar los tópicos de nuestra estampa, ampliando el campo de batalla. La vertebración de Andalucía lleva décadas sin resolver. Se aprecia a cualquier escala: entre los ritos del Bajo Guadalquivir y las ceremonias de la Andalucía Oriental, dentro de las respectivas provincias; incluso en el interior de los propios mapas urbanos, que se configuran como reservas indias, sin esqueleto.

La segmentación social es nuestra norma. Nos movemos en pequeños círculos que cohabitan sin dejar jamás de confrontar. El modelo tiene un origen ancestral y no se presta a lecturas marxistas: el tribalismo provincial no tiene nada que ver con la clase social. Es como un antiguo dios agrario: horizontal. La Andalucía oficial es la suma de estos grupos, facciones y escuadras donde el término nosotros implica establecer fronteras a la vuelta de la esquina. Quizás no se aprecie del todo, pero sólo es porque lo disfrazamos gracias al teatro: mientras más sociables parecemos, más impermeables somos hacia el exterior. Basta ver las fotografías de cualquier capital andaluza hace apenas medio siglo para constatar que el campo había penetrado sin resistencia hasta el mismo corazón de las urbes, imponiendo por doquier una profunda ruralización anímica de la que no nos hemos recuperado. Una herencia que choca con uno de los rasgos del nuevo paradigma cultural contemporáneo: la apertura.

Caminamos pues entonando himnos hermosos en la dirección equivocada. Mientras no nos demos cuenta de que tenemos que marcar distancia con los antepasados, que acaso es la mejor manera de respetarlos, no superaremos nuestro atraso cultural. La melancolía es el principal obstáculo para adaptarse a los tiempos. Tendríamos que hacer alabanza de corte y menosprecio de aldea, trastocando los términos del famoso tratado de Antonio de Guevara. No hace falta leer a Bergson para comprender lo que es una sociedad abierta y entender que el aldeanismo siempre es la patología de los pueblos que, en el fondo, desconocen su propia personalidad, aunque se revistan con enseñas. Andalucía tiene siglos de historia. Hace décadas que es mayor de edad. Debería aspirar de una vez a ser, en lo intelectual más que en lo físico, el país de ciudades del que hablaba Domínguez Ortiz. Porque la mejor manera de ser lo que se desea, paradójicamente, a veces consiste en dejar de ser lo que nos dicen que somos.

viernes, 14 de junio de 2013

El heredero de Franco


Carlos Elordi*


10/06/2013

El Rey no manda. Pero es un poder fáctico. Enorme. Aunque se comporte como un rico jubilado al que lo único que le preocupa es disfrutar de la vida, él es la clave de bóveda de nuestro sistema institucional. No solo porque es su máxima instancia, sino también porque es el elemento en el que se incardinan los demás poderes del Estado. Y además, don Juan Carlos es el vínculo entre nuestro presente político y el régimen que le precedió. Que el jefe de Estado de la democracia sea la misma persona que quien ocupó ese cargo en los últimos años del régimen franquista es la prueba viva de que nuestro sistema no nació de una ruptura con la dictadura, sino únicamente de una reforma que cambió sus leyes. Y eso, aparte de recordarnos de dónde venimos, también hace muy difícil alejar al monarca de La Zarzuela si él no quiere marcharse.

El Rey lo es porque Franco quiso que fuera su heredero y porque, más tarde, las fuerzas democráticas aceptaron esa situación. Para revertirla, no solo sería preciso aprobar una nueva Constitución, sino, antes de eso, establecer unos nuevos pactos entre los distintos poderes reales del país del calado que tuvieron los que se hicieron en la Transición. Don Juan Carlos debe saberlo perfectamente. Y seguramente por eso nos ha trasmitido siempre la sensación de que se siente impune.

La Constitución no explicita los motivos por los cuales el Rey de Franco es también el jefe de Estado de la democracia. No menciona derechos dinásticos ni de otro tipo. Don Juan Carlos conservó su corona porque así lo decidieron, casi unánimemente, quienes eran los representantes de la voluntad popular en 1978. Y si así lo hicieron fue porque todas las fuerzas políticas que obtuvieron representación en las elecciones del 15 de junio de 1977 habían aceptado antes de que estas se celebraran que la monarquía sería la forma del Estado en democracia y que Juan Carlos de Borbón sería el jefe de ese Estado. Es decir, habían asumido que se cumpliera la voluntad de Franco al respecto. Incluidos los comunistas, y muy a su pesar, porque esa aceptación implicaba reconocer que su lucha durante cuarenta años había fracasado.

Esa fue la principal condición sine qua non que impusieron quienes ostentaban el poder tras la muerte de su creador, entre ellos el Rey mismo, para acceder a cualquier cambio. Y ese fue el precio político que tuvieron que pagar los partidos que estaban fuera del franquismo para ser reconocidos. Porque carecían de la fuerza necesaria para propiciar cualquier salida que no incluyera ese requisito.

Franco no dejó «todo atado y bien atado». Pero sí lo que para él sin duda era lo más importante: el nombre de quien había de sucederle en la jefatura del Estado. Y no porque hubiera descubierto virtudes extraordinarias en don Juan Carlos, ni porque hubiera visto en él al hijo que iba a seguir fielmente el camino del padre. Frente a las ambiciones incontenidas de su padre, don Juan, el joven Borbón tenía la clara ventaja de que le había obedecido siempre sin rechistar. Porque estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta con tal de llegar a ser Rey. Incluso a «tragar mucho», según confesó años después su esposa, la hoy Reina Sofía. Esa disponibilidad sin límites, que hasta le llevaría a quitarle el puesto a su padre, debió bastarle al dictador para convencerse de que don Juan Carlos era el instrumento adecuado para sus fines.

La principal preocupación de alguien que sigue mandando cuando ve cerca la muerte es que lo que ha construido no se diluya cuando él no esté. Y lo que el dictador había creado, de la manera que se sabe, era un sistema de poder. Ese era el legado que él quería que tuviera continuidad. Aunque tuviera que cambiar de formas. Era previsible que las del franquismo no pervivieran mucho tiempo tras la desaparición de su fundador. Don Juan Carlos ha declarado que el propio Franco así se lo dijo una vez. Aquella organización estaba demasiado ligada a su figura y a su acción como para que pudiera sobrevivirle sin sufrir cambios importantes.

Pero el entramado de poder que había detrás de esas formas sí que podía hacerlo. Estaba formado por la banca, los principales empresarios y hombres de negocios, por los grandes terratenientes, por la jerarquía católica, por quienes ostentaban los mandos de la sociedad civil del franquismo, desde los notarios y registradores a los miembros de los altos cuerpos de la administración, pasando por los más elevados estadios del escalafón judicial. Y también por los jefes del Ejército.

Todos ellos se apiñaron en torno al Rey en cuanto este fue nombrado tal por las Cortes franquistas en diciembre de 1975. Y así siguen hoy en día, aunque tras el golpe del 23-F las fuerzas armadas empezaran a dejar de ser lo que habían sido. Porque Franco hizo comprender a unos y a otros, o ellos lo comprendieron por su cuenta, que el que don Juan Carlos ocupara la jefatura del Estado era la expresión de su poder. El que, más tarde, todos los partidos políticos acataran el designio del dictador, reconociendo al Rey por él nombrado, demostró la fuerza que esos poderes tenían.

La Transición a la democracia no fue un hecho milagroso, ni un golpe de mano que dieron unos personajes providenciales, tal y como figura en la versión oficial de la misma. Fue un proceso de adaptación a las nuevas condiciones que había creado la muerte de Franco y a las exigencias políticas del momento, y, a la cabeza de ellas, la de colocar España en Europa. Fue un proceso rápido, intenso y arriesgado en algunos momentos, en el que brillaron las dotes de imaginación y negociación de sus protagonistas. Pero que respetó el guion escrito por el dictador en lo que se refería a quién debía de sucederle. Con todo lo que ello comportaba.

Si se garantizaba ese principio intocable, las cosas podían evolucionar de maneras muy distintas. El testamento de Franco no cerraba las posibilidades de evolución de su régimen. Así lo vieron sus exégetas más perspicaces, figuras del régimen como Torcuato Fernández-Miranda, que encontraron la forma de reformar el franquismo a partir de sus propias leyes. A partir de eso, la situación podía evolucionar en el sentido en el que lo hizo, concluyendo en la Constitución; podría haberse quedado en el intento continuista de Arias Navarro y de Fraga Iribarne, o podría haber optado por caminos intermedios entre uno y otro. No había planes elaborados de antemano. Aunque sí objetivos genéricos. Los de la oposición democrática eran muy claros. Los del Rey y su entorno se ceñían a mantenerse a la cabeza del Estado en las condiciones más favorables para que esa situación fuera estable y duradera. Tras cometer algunos errores, comprendieron que la manera de lograrlo era reformar a fondo todo lo demás.

Convencieron a los poderes en los que se apoyaban, o cuando menos a sus exponentes más influyentes, de que eso convenía a sus intereses. Con dificultades, trabajosas idas y venidas y dejando algunos descontentos por el camino. Obtuvieron el apoyo de los principales Gobiernos europeos a sus planes, consiguieron que hasta los socialdemócratas alemanes y suecos y los socialistas franceses aceptaran al rey designado por Franco. Pero fracasaron con las fuerzas armadas o, cuando menos, con importantes sectores de sus máximos responsables. Con los que no querían que el Ejército terminara por convertirse en un órgano más de la Administración y pretendían que siguiera gozando de la autonomía intocable y depositaria de los valores sagrados del franquismo que había tenido hasta entonces.

A cambio de renunciar a eso, en todo o en parte, Adolfo Suárez les ofreció cautelas y compensaciones. Las rechazaron. Por principios. Los mismos que tenía la ultraderecha, que entonces, y también ahora, era bastante más que un grupo de nostálgicos de la dictadura. Por eso, y porque creían que la situación se había desbocado, dieron un golpe de Estado el 23 de febrero de 1981.

No existe prueba alguna de que en los días o meses previos el Rey no dijera a sus autores e instigadores que comprendía sus motivos. Ni tampoco de que no reconociera ante ellos que en aquella situación —con un Gobierno desarbolado y sin autoridad, con ETA desatada y la economía en horas muy bajas— las fuerzas armadas podían, o debían, cumplir un papel distinto del de quedarse calladas en los cuarteles. Ni de que no les transmitiera, de una u otra manera, que los militares podían contribuir a reconducir las cosas. Junto con otras fuerzas y con él mismo.

Tampoco se conoce qué ocurrió en las horas que mediaron entre el momento de la entrada de Tejero en el Congreso y la alocución televisiva mediante la cual don Juan Carlos negó a los golpistas. Ninguno de los que podían haberlo hecho ha querido contarlo. Lo que sí se sabe es que los partidos políticos democráticos y sus intelectuales orgánicos decidieron que aquella intervención del Rey ante las cámaras borraba de un solo trazo el pasado de don Juan Carlos con el franquismo y lo elevaba a los altares de la democracia. Y desde aquel día, año tras año, la España oficial, fuera de derechas o de izquierdas, ha repetido ese mantra. Hasta hoy mismo, cuando amplias capas de la población y la mayoría de los jóvenes ponen en cuestión su cargo, ese es el principal argumento que se esgrime para defender al Rey.

Esa versión de las cosas es la pieza fundamental de la versión oficial de la Transición. Con ella se reescribe, inventándolo en buena parte, el pasado previo a 1981. Gracias a ella se confirma que la Transición misma y lo que vino después fueron un ejemplo para el resto del mundo. Y, sobre todo, que las bases en las que se asentaba eran inmutables e intocables. Porque, según esa visión, no tenían defecto alguno; eran prácticamente perfectas. Todos los que tenían algún mando, en el sistema político, en la sociedad civil o en las instituciones apoyaron siempre esa lectura de las cosas.

Hasta hace relativamente poco tiempo pareció que nada podía alterar ese acuerdo tan firme, al que se había logrado sumar, además, el apoyo mayoritario de la ciudadanía. A la que una incansable propaganda, pero también el sentido común y el deseo de normalidad, habían terminado por convencer de que el Rey y la Constitución eran las únicas y las mejores soluciones posibles.

Lo que no se previó es que todo el montaje pudiera fallar porque el Rey no estuviera a la altura de la responsabilidad a la que le obligaban tan altas funciones. Había conseguido lo que más deseaba en la vida. Alguien que se lo oyó decir ha contado que en una ocasión, cuando tenía seis o siete años, sus amigos confesaron lo que querían ser de mayores. Uno dijo que piloto, otro que almirante o cosas así. Cuando le tocó su turno, Juan Carlos afirmó: «yo voy a ser Rey». Consiguió serlo y, además, indiscutido y popular. Pero no se conformó con eso. Quería también ser libre, moverse sin ataduras de ningún tipo. Tal vez su modelo de referencia era su abuelo, Alfonso XIII, un monarca que también aparecía siempre sonriente y feliz, pero cuyos excesos, con las mujeres, en asuntos oscuros y en todo tipo de caprichos, le granjearon un rechazo entre todos los estratos de la sociedad que fue uno de los principales motivos de la llegada de la II República en 1931.

Se ha escrito que don Juan Carlos ya tenía contactos privilegiados con la banca cuando aún solo era príncipe. Pero los rumores de sus andanzas por el mundo de los negocios, de los favores y de las comisiones que se reciben a cambio cobraron fuerza más adelante. Empezaron a surgir poco tiempo después de 1981. Es decir, cuando el Rey ya se sentía plenamente seguro en el cargo y, sobre todo, cuando creyó que ya no iba a tener que meterse en nuevos líos políticos y podía dedicarse a lo que le gustaba.

Algunas de las personas que le habían ayudado a asentarse en la corona en los momentos difíciles también gestionaron sus iniciativas en el mundo del dinero. El que más, Manuel Prado y Colón de Carvajal, cuya larga fidelidad al monarca, que ciertamente le debió de reportar grandes beneficios, le llevó en 1995 a aceptar una condena de dos años por haberse apropiado de entre 12 000 y 16 000 millones de pesetas de la familia real kuwaití a fin, se dijo, de que el Rey no apareciera como el destinatario de esos fondos.

Las compras estatales de petróleo árabe, y más tarde, hace poco, del ruso, a través de la compañía Lukoil y de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, destacan entre las actividades en las que se dice que don Juan Carlos ha ejercido funciones de intermediario desde hace décadas. Pero también se ha vinculado su nombre a grandes operaciones de inversión en telecomunicaciones, líneas ferroviarias de alta velocidad y otras. O de promoción de toda suerte de iniciativas favorables a intereses de los grandes empresarios turísticos de las islas Baleares. Todos ellos contribuyeron al fondo de 3 000 millones de pesetas que costó el yate Fortuna que regalaron al Rey en 2000. Y en su cubierta, los miembros de la familia real lucieron verano tras verano toda suerte de prendas y objetos de marcas conocidas, y con su nombre bien visible para que saliera en las fotos. Hasta que Maruja Torres lo denunció en El País.

En el ambiente en el que se ha movido siempre el monarca, el de los ricos, españoles y extranjeros, esas actividades son totalmente normales. En esos medios nadie se escandaliza de que quien tiene poder lo utilice para aumentar su patrimonio. Ciertamente hay quien no lo hace y se suele destacar la probidad de algunos monarcas europeos. Pero quien accede a esos tráficos no merece reproche alguno y, por el contrario, es objeto de interés por parte de quienes quieren hacer negocios. Que son casi todos. Esa es la salsa de ese mundo.

Tal y como contó Luis García Berlanga en La escopeta nacional, los tejemanejes comerciales eran la esencia de las cacerías franquistas. Y lo siguieron siendo en las de la democracia, en las que, por cierto, don Juan Carlos ha sido un participante asiduo. ¿De qué otra cosa, y de las piezas que se cazan o de mujeres, van a hablar nuestras élites económicas, que si por algo no se distinguen es por su inquietud y su formación cultural o en cualquier otra cosa que no sea el dinero? ¿O en los largos partidos de golf en los campos más selectos a los que tan aficionados son los ricos? ¿O en el palco del Bernabéu y en los de los demás grandes clubes de fútbol españoles?

Esos son los lugares en los que se plantean o se rematan buena parte de los negocios de altura que se hacen en España. Esas, y algunas cenas y comidas en conocidos restaurantes, son las sedes en las que se ejerce el poder económico. Los subalternos y los despachos de abogados se ocupan de perfilar los detalles, de encontrar las vías para superar los inconvenientes técnicos y legales y de dar forma final a las operaciones. Pero lo fundamental del negocio ya les viene dado, lo han acordado los poderosos en esos encuentros. Y el aspecto crucial de los mismos suele ser el acuerdo sobre la comisión que han de llevarse unos y otros. En los ambientes de la alcurnia madrileña se dice que el Rey es particularmente exigente en ese aspecto.

La discreción es la norma inviolable de esos pactos de caballeros. El silencio solo se rompe si alguno de ellos cae en una situación tan desesperada que no tiene más remedio que amenazar con hablar para salvarse. Por eso es tan importante hacer negocios con gente segura, que dé garantías de que nunca le va a pasar algo de eso. Pero el Rey se confió en exceso en más de una ocasión. Le ocurrió con su amiga, la actriz Bárbara Rey, quien, según se publicó entonces, le pidió dinero a cambio de no revelar secretos de alcoba. Y, sobre todo, en 1995, cuando salió a la luz que Mario Conde y Javier de la Rosa estaban intentando chantajear al monarca, con quien ambos tenían antiguas y óptimas relaciones, para evitar su condena por graves delitos financieros. Y destacados exponentes del mundo periodístico y de otros les apoyaban en ese empeño.

El Gobierno socialista de Felipe González, además de asumir la negociación con los representantes de esos personajes, tuvo que arbitrar complejas y delicadas iniciativas políticas e institucionales para desactivar la trama, que, sin embargo, resurgió dos años después, con Aznar ya en la Moncloa, y que solo se apagó tras la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarin, que Jordi Pujol orquestó como una gran operación de Estado en apoyo al Rey, con la presencia de todos los presidentes autonómicos, incluido el vasco, y de las máximas instancias del poder institucional y social.

No quedó traza judicial alguna de esos ni de otros avatares de similar índole. Quien pudo hacerlo las borró. Y aunque esos asuntos aparecieron en los periódicos, bien es cierto que solo en algunos y siempre con términos contenidos y en pequeñas dosis —lo cual no era poco, porque algún año antes eso mismo habría sido imposible— no accedieron a los medios masivos, es decir, a las radios y, sobre todo, a la televisión.

Hoy eso sería impensable. Porque cualquier noticia o rumor, si tiene enjundia suficiente para ello, llega por Internet a millones de personas en pocas horas. Ese es uno de los motivos por los cuales el escándalo Nóos se ha escapado de las manos a quienes querrían haberlo controlado y avanza imparable hacia la implicación indirecta del Rey. Otro, no pequeño, es que un juez ha decidido seguir hasta donde haga falta.

Un tercero, y seguramente el más importante, es que la opinión pública ya no está dispuesta a tragarse ningún sapo, ni a mirar para otro lado si se entera de que el monarca ha vuelto a pasarse. La crisis económica ha provocado un cambio sustancial en la actitud de los españoles hacia la cosa pública y, particularmente, ha hecho desaparecer en ellos todo signo de indiferencia hacia la corrupción.

Al Rey no debieron contarle que ese cambio se había producido. O no quiso enterarse. O no le afectó mucho. Porque la opinión de quienes a él sí que le importaban no iba, ni mucho menos, por ahí. Y es que mientras arreciaban esas críticas, el poder económico no solo le expresaba su apoyo, sino que hacía saber al resto del país que el Rey era su referente, bastante más que los desacreditados Gobiernos democráticos. En noviembre de 2010, en medio de la agonía de Zapatero, recibió en la Zarzuela a una comisión que representaba a cien máximos exponentes empresariales y que le entregó un documento que contenía las reformas del sistema económico y del político, incluido el de las autonomías, que esas personas consideraban urgentes para sacar al país del agujero. Muy pocos comentaron entonces que, en todo caso, ese papel tenía que haber sido entregado al Parlamento, que aquel encuentro, por sí mismo, tendría mucho de antidemocrático, que podía ser el germen de una acción del Rey por encima de los partidos.

Y la experiencia volvió a repetirse en marzo de 2012. Esta vez con los presidentes de las diecisiete mayores empresas españolas. Sin documento alguno de por medio y ante las cámaras de televisión. El escándalo Urdangarin llevaba bastantes meses en la calle, el Rey había proclamado lo de que «la justicia ha de ser igual para todos», ya se había empezado a hablar de Corinna zu Sayn-Wittgenstein, pero aún no había tenido lugar la cacería de elefantes en Botsuana. Al encuentro con el Rey asistieron los presidentes del Banco Santander y del BBVA, que flanquearon al monarca, para que nadie dudara de quienes eran los que más mandaban. Y los de Telefónica, El Corte Inglés, Repsol, Acciona, La Caixa, Inditex, Grupo Planeta, Mapfre, ACS, Ferrovial, Mercadona, Iberdrola, Mango, Grupo Barceló y Havas Media Group.

De lo que allí se había dicho solo trascendieron los mensajes de ritual. El de que «todos han de arrimar el hombro para salir de la crisis», o el de que «hay luz al final del túnel». Pero lo importante era la reunión en sí misma. Porque esta vez, más que de maniobras espurias, de lo que se trataba era de apoyar al Rey. Y lo que las máximas instancias del poder económico español querían que se supiera era que estaban tan firmemente unidas a don Juan Carlos como, treinta y ocho años atrás, cuando se convirtió en el sucesor de Franco, lo estuvieron quienes representaban lo mismo que ellas. Y también que, de una u otra manera, habría que contar con su aquiescencia para tomar cualquier iniciativa que afectara a la corona.

Por si alguien no había recibido esa misiva, las mismas personas volvieron a reunirse, esta vez en la sede de Telefónica, a finales de agosto de 2012. Para entonces, a los consejeros del Rey ya se les había ocurrido la idea genial de que el monarca pidiera perdón por la cacería africana y dijera que «se había equivocado». Lo cual no rebajó un ápice la creciente indignación ciudadana y añadió una imagen imprevista al asunto: la de un hombre acabado.

Por todo eso, y por la espantosa imagen internacional de nuestro jefe del Estado, está cada vez más claro que el Rey, y el sistema mismo, ya solo pueden jugar la carta de la sucesión, que será una abdicación encubierta. Y también que se va hacia eso. Midiendo los pasos y tratando de ganar todo el tiempo posible. Pero sin mayores garantías de que esa solución vaya a funcionar. O, cuando menos, sin seguridad alguna de que la entronización de Felipe de Borbón vaya a normalizar la andadura de la jefatura del Estado.

La prudencia recomendaría que el cambio se produjera después de que hubiera habido sentencia sobre el caso Nóos. Pero ninguna catarsis que anunciara el nuevo monarca podría evitar que sobre él cayera el peso de una eventual condena de su yerno, quién sabe si también de su hermana y, aún más, de una eventual implicación de su padre en los hechos juzgados. No saldría mejor librado si el tribunal decidiera la absolución. Y menos si, por arte de magia, se anulara el proceso.

Ante esas perspectivas, podría ser menos costoso asumir el cargo antes de que se iniciara el juicio. ¿Se atrevería luego el Rey Felipe a indultar a sus familiares? ¿Optaría por ejercer el cargo con Urdangarin en la cárcel? Cualquier escenario es posible, por atrabiliario o intolerable que hoy parezca. Pero ninguna de esas opciones permitiría a la monarquía recuperar la credibilidad perdida. Aunque eso seguramente no preocupará en demasía a los poderes que le apoyarán. O no tendrán más remedio que pechar con ello.

Don Felipe será un rey frágil desde el día de su toma de posesión. Porque estará marcado por la trayectoria de su padre. Porque tendrá enfrente la desconfianza de una gran parte de la opinión pública. Porque el poder político que debería reforzarlo es hoy más débil que nunca y tanto el PP como el PSOE medirían cualquier paso a dar en esa dirección para que la irritación de la gente no se volviera en contra. Y porque los demás poderes, aun pudiendo bloquear cualquier salida que no les guste, no tienen capacidad para imponer una solución propia y habrían de limitarse a apoyar al joven Rey de la manera que lo están haciendo a don Juan Carlos. Es decir, a la defensiva.

Si, atendiendo a la opinión unánime de los expertos en la materia, se descarta la posibilidad de un golpe de Estado militar, la perspectiva que hay por delante es el deterioro imparable de la monarquía. Habrá que ver si es lento o rápido. Y qué traumas nacionales pueden derivarse de ese proceso que parece inevitable. ¿Reventará por ahí la enorme presión que se está acumulando en una España hundida en la crisis y en la que se están deshaciendo todos los equilibrios de poder?


* El periodista Carlos Elordi es el autor del libro "¿Quiénes mandan de verdad en España?" (Roca Editorial, 2013), cuya introducción antecede estas líneas.

martes, 11 de junio de 2013

Glu, glu, glu / Dos procesos constituyentes, dos


Glu, glu, glu

Guillem Martínez*


28/05/2013

Los objetos son aquello para lo que funcionan. Si un objeto cambia de función, es que ya no es ese objeto, por lo que no responde al nombre que tenía. Esto pasa, incluso, en la vida privada, cuando, por cambio de función, pasas de llamarte cari a denominarte ex. Y ha pasado con el Estado, cuya función ha pasado de ser cualquiera de las que usted supuso, a la de simple recaudador de deuda.

Parece un cambio sencillo. Pero, zas, ese cambio sencillo lo ha cambiado todo. Hasta el palabro Gobierno, esa cosa que aún conserva su nombre, pero no su función. Escaso de soberanía, sólo puede gestionar pequeños detalles anecdóticos –para el acreedor, no para el pagador–, como quién paga la deuda. A ese pequeño margen de maniobra, hoy, por cierto, se le llama política, reforma, ley. Con todo este cambio de funciones, son un tanto irrelevantes palabras como democracia, parlamento, elecciones. Y ya puestos, Constitución. ¿Qué sentido tiene esa palabra en un momento en el que nada, en el Estado, responde a sus funciones previstas por escrito?

De hecho, los dos partidos que han hecho esta rápida transición hacia la postdemocracia –una democracia formal, con otra función y, como ven, con otro nombre–, han convertido la Constitución en un articulario sobrepasado por las nuevas funciones del Estado. El imperativo de cobrar deuda, venido del exterior y por mandato de instituciones no democráticas –FMI, BCE, UE, la familia Corleone–, así como el escaso margen de política/reformas/leyes empleado en que esa deuda no la paguen la banca, el empresariado y las rentas altas, ha supuesto la omisión ad eternum del artículo 1, y del 9.2.

Por la vía de los hechos, que hubiera dicho Durruti hablando, “snif”, de lo contrario. Con la desaparición a tiempo real de los artículos que fijaban el carácter social del Estado, y el Bienestar –la forma de democracia en Europa; casi nada– como prioridad política y gestora, hay capítulos y títulos enteros que han pasado a ser atrezzo, palabras sin función, salvo la decorativa.

El resultado es un Estado que ya no coincide con su descripción/constitución. Y una sociedad, a su vez, que se organiza a través de la desobediencia. Porque, si se fijan, los médicos, los profesores, los cuidadores de ancianos, la PAH, la ciudadanía, en fin, que están asumiendo y adoptando funciones no previstas, o para las cuales no hay partidas, están asumiendo una desobediencia tranquila, cotidiana, pausada. Algo, muy propio, por otra parte, de los regímenes ficticios, que se desmoronan. Este régimen, el del ‘78, por otra parte, y si lo miran a los ojos, se está desmoronando. Desde el Estado y los partidos, hacia la postdemocracia. Desde la sociedad, hacia otra democracia. Supongo que con menos Estado, esa cosa cuya función ya no es la de traer la democracia al mundo, como ha quedado visto, sino retirarla del mercado si se interpone en el pago de deuda.

La política oficial, algo con la función tan cambiada que ya no tiene nada que ver con la sociedad, vive el hundimiento de sí misma a través, incluso, de la oficialización del conflicto entre la realidad –entre las nuevas funciones del Estado–, y su descripción en la Constitución. Los golpes más violentos los está viviendo en los temas más frágiles y de cierre más precario en el pack constitucionalista del ‘78. La forma del Estado y la unidad del Estado. El hecho de que la Jefatura del Estado, a la luz de la información vertida a través del caso Urdangarin y la cosa Corinna, sea, como todo el mundo, de profesión comisionista, es algo que carece de interés en una postdemocracia. El hecho de que Catalunya, o cualquier otra parte del actual Estado, decida ser Estado y asumir su parte de deuda, pues tampoco. Simplemente son dos indicativos de que el Régimen ha finalizado. Y de que, a falta de una constitución real, se aproxima un proceso constituyente. Es previsible que los partidos y otros profesionales del Estado apostarán por él para asumir, por escrito, las nuevas funciones del Estado. Y que la sociedad luche por él para codificar las nuevas formas de democracia. Será –lo es ya– un combate desigual.

http://www.diagonalperiodico.net/global/glu-glu-glu.html

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Dos procesos constituyentes, dos

Guillem Martínez*

El País

08/06/2013

Lo más probable es que nadie le haya informado de ello, pero esta mañana a primera hora estamos en pleno proceso constituyente. Concretamente, se están gestando dos procesos constituyentes antagónicos. Este artículo, que les saluda con la manita, pretende esbozarlos y, por el mismo precio, discernir si el proceso soberanista, del cual se nos informa cada mañana a primera hora, existe, y es uno de esos procesos constituyentes.

De los dos procesos constituyentes, el más avanzando está liderado por el Estado. Fue iniciado por Zapatero -tras, piticlín, piticlín, una llamada telefónica-, con el recorte histórico del 12 de Mayo de 2010. Adquirió forma rotunda con la reforma constitucional exprés/de-entrada-no del 22 de Agosto del mismo año, en la que la constitución con menor soberanía en Europa priorizaba el pago de deuda por encima de cualquier otra función del Estado. Amplias hectáreas de la Constitución, que fijaba el Bienestar como prioridad gestora y política del Estado, entraron en contradicción con la reforma. Los palmeros de los cambios de Régimen de legalidad a legalidad system -esa cosa que, estrictamente, jamás se ha producido en el mundo-, deberían saber que ni el poder legislativo, ni el ejecutivo, ni el judicial, observaron esa contradicción/ilegalidad. Ni siquiera, el Tribunal Constitucional, esa cosa que es muy probable que tampoco exista. Cabe suponer que la (más que) posible ilegalidad del actual Régimen, deje de serlo a través de otra reforma constitucional formal. En ese proceso constituyente hacia la postdemocracia, se deberán eliminar las contradicciones democráticas existentes desde 2010. Se deberá legalizar también la absorción del Estado por las empresas -la última burbuja económica posible, hoy tan en uso, si bien penalizada-. Habrá cambios políticos formales: se intensificará la ausencia de control en la integración en organismos, se permitirá que la jefatura del Estado pueda ser detentada por una primogénita, se establecerá como forma del Estado el federalismo simétrico -es decir, lo contrario al federalismo-, se retocará el Senado y, es otra percepción -la redacción de las leyes Gallardón y Wert apuntan a ello-, se establecerá, como como único margen político de discusión, además del territorial, el debate laicismo-confesionalismo. Será divertido ver la prosa democrática y épica que se utilizará para este nuevo post-Fuero de los post-Españoles.

Frente a este proceso constituyente, liderado por Estado, partidos y otras instancias no democráticas como UE, BCE, o FMI, se construyen procesos constituyentes descentralizados y civiles. Son recientes, latentes, aún por ordenarse. Es posible que no tengan una identidad llamativa en las próximas elecciones europeas, si bien es posible que sean el fenómeno que module ese cambio electoral radical que se espera. Por lo que vengo observando, esos procesos, emitidos desde todo el Estado, tienen puntos en común. Se relacionan más con la cultura constitucional anglosajona que con la europea. Parten de una ampliación de derechos -puede que, en sí, no sean más que la consolidación como derechos fundamentales de la Carta de Derechos Humanos-. Hacen hincapié en la separación de poderes, observando el poder financiero como un cuarto poder, a controlar. Enfatizan el control del Estado, esa cosa que no supo defender la democracia. Se observa el federalismo como un control de Estado, y no cómo una consecuencia identitaria, y la federación como el resultado del derecho de secesión o autodeterminación. Se opta por la(s) República(s). Aparecen los comunes/el procomún como una nueva forma de propiedad, junto a la privada. Se abogan por formas de democracia directa y tecnológica.

El proceso soberanista liderado por CiU y ERC, de existir -no se está produciendo más que en sus tramos publicitarios-, sería una región del primer proceso constituyente. Una opción postdemocrática tan poco alejada de la española que puede conducir al mismo Estado.

El periodismo debería informar y controlar ese gran proceso constituyente postdemocrático estatalista español o/y catalán. Y empezar a dibujar las propuestas constitucionalistas, democráticas, que se dibujan fuera del Estado en todo el Estado.

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2013/06/07/catalunya/1370625440_689887.html

* Guillem Martínez es periodista y guionista de televisión. El año pasado coordinó el ensayo coral "CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española" (Debolsillo).

viernes, 7 de junio de 2013

Las cuentas de la Casa Real


Ignacio Escolar*

El Periódico de Catalunya

02/06/2013

Hay una falacia que los monárquicos repiten sin cesar: que nuestra Casa Real es la jefatura del Estado más barata de Europa y el rey Juan Carlos de Borbón, el más austero del lugar. Usan como dato una media verdad: que el presupuesto público anual asignado a la Casa Real es de solo 8 millones de euros frente a los 28 millones que cuesta la presidencia de la república en Alemania o los 45,6 millones que se lleva la corona en Reino Unido. ¿La trampa? Que esos 8 millones solo cubren una mínima fracción de lo que realmente gasta la Casa Real. Que las facturas más importantes están camufladas, escondidas en otras partidas. El Ministerio de Exteriores paga los viajes oficiales. Interior, la seguridad. Defensa, la Guardia Real. Hacienda, el parque móvil: 45 coches oficiales con 61 chóferes. Presidencia, los 135 funcionarios de la Zarzuela. Y Patrimonio del Estado, los jardines, los palacios y también ese yate 'regalado', el 'Fortuna'; solo su mantenimiento cuesta 1,8 millones al año.

El coste total de la Casa Real, siendo conservadores en las cuentas, sin duda supera los 50 millones de euros al año. La misteriosa cantidad real probablemente sea mayor; el número exacto hoy es imposible de calcular. En los últimos Presupuestos Generales del Estado, el Gobierno de Rajoy eliminó la información sobre el coste de algunas partidas para hacer aún más difícil su seguimiento. Ya no sabemos, por ejemplo, cuánto cuestan las cenas de gala y las recepciones en palacio. En el 2012 esas fiestas se llevaron 9,58 millones, pero en los últimos presupuestos el Gobierno solo detalla que van a organizar 54 actos presididos por la Familia Real y otros 42 "actos de Estado". ¿A qué precio? A saber.

Lo mismo sucede con el mantenimiento de los palacios y jardines asignados al uso y disfrute de la familia real, que paga Patrimonio Nacional. El año pasado fueron 32,8 millones de euros, pero en los presupuestos del 2013 han sustituido los euros por las hectáreas, y así el Gobierno detalla que Patrimonio Nacional se ocupará de conservar "770.000 metros cuadrados de palacios» y «4.500 hectáreas de jardines". No figura el precio, no nos vayamos a escandalizar.

Tampoco sabemos cuánto cuesta la seguridad. Ni el coste de los coches oficiales. Ni el de la Guardia Real. De cuando en cuando, aparecen algunas pistas sueltas en el BOE, como la licitación de los contratos para pienso, heno de hierba y viruta de cama de los caballos de la Guardia Real: 600.000 euros, que paga Defensa. Cada uno de estos 120 caballos, que se usan para desfilar, cuestan en comida y cama más de 5.000 euros al año. Si sumamos el precio de los veterinarios, de los establos y de sus cuidadores, salen unos equinos más caros que ese sueldo mínimo que el Banco de España nos quiere rebajar.

http://www.elperiodico.com/es/noticias/al-contrataque/las-cuentas-casa-real-2406499

"Nacho" Escolar García es bloguero y periodista y dirige actualmente la publicación electrónica eldiario.es. Fue fundador y primer director del periódico Público.

miércoles, 5 de junio de 2013

¿Qué me importa a mí que la nación sea soberana, si el verdugo me da garrote?


Ángel Duarte Montserrat*

Mientras Tanto

29/05/2013

1. Uno de los rasgos más perturbadores, para quien esto firma, en la recuperación del republicanismo en el Reino de España es el autismo de quienes intervenimos en ella atraídos por la capacidad emancipadora que se intuye, potente, tras la fórmula republicana. Me refiero a las y los que nos concebimos partícipes de un ejercicio de rehabilitación/reconstrucción que tiene lugar desde los distintos campos de las ciencias sociales y humanas: de la filosofía política a la historia social, pasando por la economía crítica. El escaso diálogo que se registra entre aportaciones que corren en paralelo es poco edificante; por no decir que, si aceptamos que el republicanismo está interesado en la creación de terrenos de deliberación abierta, es muy poco republicano.

Siempre he entendido que, al margen del lastre que comportan las tradiciones académicas, gran parte de la responsabilidad en esta situación de estrechez y discontinuidad en la comunicación deriva —lo escribía en una nota anterior en este mismo boletín— de la dificultad de recomponer los complejos mecanismos de transmisión intergeneracional de la cultura política, de los valores, del estilo de vida republicano. Unos mecanismos que el franquismo procuró, con éxito, liquidar. El hilo del republicanismo plebeyo y democrático (el de la república obrera, aquel que convivió y en no pocas ocasiones se entrelazó, en la experiencia histórica concreta, con el republicanismo liberal y burgués) fue segado sin contemplaciones, separado del depósito de materiales con los que contaban las multitudes para ordenar sus experiencias. Me refiero, en concreto, a aquel republicanismo que, por ejemplo, en 1870 ya expresaba, en un opúsculo del socialista y algo jacobino Fernández Herrero, lo siguiente: “La ley del progreso es ineludible; las castas privilegiadas probaron desde los primitivos tiempos, y las mesocráticas luego, su falta de voluntad o de aptitud para establecer el verdadero gobierno de la Igualdad y de la Justicia, y era llegado el momento de que las clases proletarias, de que el Cuarto Estado, empuñando valientemente la bandera federal, reclamara la participación que le corresponde en la gestión de la cosa pública y procurara realizar sus legítimas aspiraciones” [1]. Parece obvio, decía, que las autoridades del Nuevo Régimen se detuvieron con mayor cólera, de manera más concluyente y decidida, en el hilo de cromatismo más rojo, el que venía del Sexenio Democrático y de antes, de los tiempos de los combates contra el liberalismo postermidoriano, de todos los que componían la densa urdimbre del republicanismo. Dicha liquidación, en lo que comportaba de disolución de las continuidades que permiten a los proyectos de emancipación adecuar sus respuestas a las modalidades emergentes de dominación y exclusión, estaría detrás —no siendo la única explicación— tanto de esa incapacidad para el diálogo teórico entre los distintos saberes académicos como, en otro orden de cosas, de las problemáticas que, en paralelo y en no pocas ocasiones, se detectan en la conexión, precisa, entre dichos ejercicios teóricos y las prácticas de los movimientos sociales.

Acaso una de las maneras de proceder a recomponer los lazos entre, pongamos por caso, filosofía política e historia, sociología y combate ciudadano, pase —no sólo, pero también— por la reconstrucción de esos vínculos mediante la evocación, contextualizada, de los valores que impulsaron a los republicanos del Ochocientos. Al fin y al cabo, un punto de coincidencia, creo que axiomático y nada menor, entre los analistas del republicanismo es el reconocimiento de que dicha tradición no se mueve en el plano de las teorías ideales; que no es ahistórica. Si ello es así no puede resultar estéril saber cómo se pensó la república en otros contextos y en otros momentos.

Veamos un caso. En absoluto al azar.

2. En el Madrid de 1870, habiendo pasado la euforia inicial desencadenada por la revolución y hallándose el país inmerso en un conjunto de combates políticos y sociales en los que participaba de manera relevante el movimiento republicano y a los que no sería ajeno la irrupción del internacionalismo obrero, aparecía, con la ambición de facilitar un cuerpo de doctrina que abordase los más diversos terrenos de confrontación con otras culturas políticas, el Anuario Republicano Federal. La obra, como reconocía Roque Barcia, el prologuista y coautor junto a Fernández Herrero de una Historia de las germanías de Valencia, era: “un compendio de todos los descubrimientos, de todos los progresos y adelantos en artes, ciencias e industria”. Los colaboradores del Anuario eran republicanos de primera hora, veteranos de las luchas democráticas y “distinguidos escritores”; aunque no faltaban “los nombres de varios jóvenes, esperanza y gloria de la prensa republicana federal” [2]. A fin de cuentas el republicanismo federal aspiraba a convertirse en la puerta de entrada a la vida pública, y a la subsiguiente dinámica de movilidad social ascendente, para una nueva hornada de jóvenes con ambiciones literarias y políticas; la vanguardia intelectual de un pueblo que se habría puesto en marcha hacia horizontes inéditos de democracia política y progreso social.

El mismo Barcia, un hombre que en su trayectoria vital encarnará como pocos las contradicciones facilitadas por el pasar de los días y por la dualidad de fondo de la cultura política republicana decimonónica, será el encargado de reflexionar, en el Anuario, a propósito del concepto de libertad y de soberanía nacional. En un contexto presidido por el deslinde de campos dentro del liberalismo, el artículo de Barcia intenta singularizar la democracia republicana y federal al sostener que la libertad no debería ser, para aquella, un objetivo en sí mismo, sino el instrumento con el cual establecer un modelo de sociedad radicalmente novedoso. Este argumento, muy caro al republicanismo popular, era particularmente adecuado en el momento en que, como indicábamos, la nación entraba, desde los últimos meses de 1868, en una situación de marcada liberalización y de extensión de los derechos ciudadanos. La transición podía limitarse al terreno de las libertades políticas, sin alcanzar el registro de los derechos civiles y sociales. Había antecedentes. Barcia denunciaba el entusiasmo generado alrededor del vocablo libertad —un entusiasmo meramente nominal— mediante una argumentación que evoca los interrogantes que sobre la utilidad de la libertad se formularon, antes y después de esa fecha, los grandes revolucionarios de la contemporaneidad:

“Se nos habla de libertad. Todo el mundo grita: ¡Viva la libertad! Esto es muy bueno; pero no basta cuando esa libertad no se aplica, cuando de esa libertad no se saca un sistema, cuando no se crean intereses a esa libertad, cuando la libertad no hace a los hombres cultos, buenos y ricos; cuando la libertad no hace a los hombres libres, la libertad es un agregado de sílabas, un nombre, un sonido, y sílaba por sílaba, sonido por sonido, nombre por nombre, tanto vale el nombre de libertad, como el nombre de esclavitud”.

La libertad, en rigor, sólo puede hacer a los seres humanos libres si les garantiza la existencia, autónoma y plena. La historia del liberalismo español muestra, para Barcia, la vacuidad de las fórmulas retóricas. El sentido hueco de las palabras le llevan a reclamar un “Menos hablar y más hacer. Menos brindis y más reformas”. Que de las palabras haya sido imposible pasar a la plenitud de los hechos tiene grandes responsabilidades el propio pueblo español. Un pueblo impresionable al que, liberándosele de las cadenas que le atan, se le anula la voluntad revolucionaria. En una clara alusión a lo acaecido a lo largo de 1869 Barcia asegura:

“Sufrimos años y más años de un despotismo insoportable; viene luego un discurso, una música, una bandera, un arco de triunfo, una inscripción, un banquete, un brindis, un himno de Riego, unos cuantos vivas a la libertad, y ya nos parece que hemos llegado al fin del viaje”.

Barcia incide en un segundo aspecto, en absoluto menor. En esos años del Sexenio se procedió, en ciertos ámbitos de la democracia avanzada, a la progresiva superación del tabú liberal de la soberanía nacional. Desde una perspectiva emparentada con la pulsión libertaria, y en cualquier caso respondiendo a una visión nada esencialista del cuerpo político de la nación, Barcia recordaba que en nombre de dicha nación —una u otra— individuos concretos habían sufrido opresión y vejámenes:

“Bajo el imperio de la soberanía nacional fueron los hombres a presidio porque explotaban la sal y el tabaco. Bajo el imperio de la soberanía nacional fueron prohibidos muchos libros por la tiranía de un gobernador, privando a sus autores del derecho de parecer ante el jurado. Bajo el imperio de la soberanía nacional se restableció la contribución de consumos en 1854 y en 1868. Bajo el imperio de la soberanía nacional fueron bombardeadas Barcelona y Sevilla. Bajo el imperio de la soberanía nacional subieron muchos españoles las gradas infames del patíbulo. La nación era soberana, y el individuo nacional era ajusticiado. Era soberana la madre, y el hijo moría a manos del verdugo. No tenemos bastante con esa clase de soberanía; una soberanía que bombardea, que confisca, que infama, que ahorca. No tenemos bastante con la soberanía del bombardeo, del fisco y del garrote”.

¿Qué es, según Barcia, lo que el republicanismo federal debe procurar? Qué es a lo que debe atender? No exactamente a la soberanía de la nación. Éste puede ser el objetivo, la finalidad, del liberalismo:

“la soberanía de la humanidad, la soberanía de la criatura, la soberanía del ser, la soberanía de todos”.

Las cursivas, el énfasis, las pone Barcia. Porque, al fin y al cabo, en tanto que sujeto oprimido, excluido, situado en los márgenes exteriores, o inferiores, del orden social puede preguntarse con razón —a no ser que ésta le sea anulada por la pasión nacional—…

“¿Qué me importa a mí que la nación sea soberana, si el verdugo me da garrote? ¿Qué me importa a mí que la nación viva en la gloria, cuando yo vivo en el infierno? ¿Qué me importa a mí que la nación sea libre, cuando yo llevo en mi corazón el dolor inmenso del esclavo?”.

Si a estas alturas de la nota el lector me permite un excurso advertiré que en Barcia, a diferencia por ejemplo de lo que ocurre en la obra y acción de Francisco Pi y Margall, hay una débil caracterización de los grupos y clases sociales sujetos a dominación. Pi no elude la centralidad, en este orden de problemas, al trabajo asalariado y a la condición jornalera. Barcia lo resuelve, por el contrario, introduciendo el más genérico, aunque eso sí, plenamente republicano, concepto de esclavo y esclavitud.

En cualquier caso, y retomando el hilo conductor de la argumentación barciana, no es que los seres humanos no se sientan libres; es que no son libres. No es un problema psicológico, sino una traba de orden institucional. La soberanía nacional en sus concreciones históricas e institucionales no ha sido, en la España del siglo XIX, el fundamento que haya garantizado a los connacionales una existencia social autónoma; no ha impedido las interferencias a esa existencia por parte de terceros; no ha llevado a las instituciones a obrar en beneficio de ese derecho básico y elemental, precondición de la libertad, que es el de la existencia autónoma. De ahí, tanto como de un elemento de filosofía política federal, que se haga un salto hacia escenarios más amplios, extensos. Es la felicidad, la soberanía y la libertad de todos y cada uno de los individuos que componen la humanidad —hasta el punto de liquidar la condición colectiva de esclavo— aquello que han de procurar los procesos revolucionarios. Como republicano federal, y veterano de los combates políticos en España, piensa en la construcción de la democracia contra la soberanía nacional liberal. Quedarse con la soberanía de la nación era quedarse a mitad de camino [3]. En ocasiones, ni eso.

3. ¿República? ¿Repúblicas? A la manera de Barcia —en esa ocasión—, la que permita que la libertad forje seres humanos libres. Aquella(s) que constituya un proyecto, y un marco, de emancipación colectiva, que facilite el crecimiento y la profundización de la democracia en el tejido social, que eluda el riesgo de marchitarse por la deriva tan conocida —en tantas y tantas repúblicas realmente existentes— de la cancelación de la presencia ciudadana y de la subsiguiente oligarquización de sus mecanismos de toma de decisión. La más predispuesta a pensar en el contenido de un orden social igualitario en un contexto de inexorable decrecimiento que, para no situarnos en el horizonte inmediato de la barbarie, debería ser equitativo y razonable; socialista en suma. La república como utopía incluso antes que como entramado institucional. Acaso la que contenga menos nación y ningún verdugo (o casi). Como, atendiendo a las circunstancias del momento, ya fue dicho en 1870.

Notas

[1] El federalismo. Organización, resoluciones y conducta del partido, según el manifiesto de la Asamblea Federal…, por Manuel Fernández Herrero. Madrid, Imp. de la viuda e hijos de M. Álvarez, 1870, p. 11.

[2] Véase R. BARCIA, "Prólogo, cuatro palabras al lector", en Anuario Republicano Federal, J. Castro y Compañía, Editores. Administración. Plaza de la Cebada, número 11. Madrid 1870, pp. 5-8.

[3] R. BARCIA, “Soberanía nacional”, en Anuario Republicano Federal, pp. 89-93.

Ángel Duarte Montserrat, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Gerona, es autor de importantes estudios sobre el movimiento republicano español, entre los cuales el último es "El republicanismo. Una pasión política" (Ediciones Cátedra, 2013).


lunes, 3 de junio de 2013

El juramento


El general y científico Emilio Herrera pidió en 1931 al rey Alfonso XIII que lo liberara del vínculo del título de Gentilhombre de Cámara para optar por la causa republicana, a la que fue fiel hasta el final de la guerra

Rafael Argullol*

El País 

04/05/2013

Mi padre tenía un recuerdo nítido de aquella tarde otoñal de 1928, cuando un gran pez plateado quedó suspendido sobre el cielo de Barcelona mientras los últimos rayos de sol se reflejaban en sus escamas de aluminio. El Graf Zeppelin había sobrevolado el puerto y, tras seguir el rumbo marcado por las Ramblas, cruzaba lentamente la plaza de Catalunya. Hemos visto reproducida con frecuencia la fotografía del gigantesco dirigible, como varado sobre la ciudad, así como otra imagen del mismo zeppelin sobre los rascacielos de Nueva York, una vez realizada la legendaria travesía del Atlántico. Ahora sé, gracias a los estudios de Emilio Atienza, que a bordo se hallaba, como segundo comandante, un hombre de una personalidad extraordinaria, el científico y militar Emilio Herrera**, un personaje singular bajo todos los puntos de vista.

La verdad, sin embargo, es que hubiese debido conocer desde hace tiempo la participación del general Herrera en la aventura del Graf Zeppelin pues durante años tuve un informador de primera mano: su nieto José Miguel Herrera, uno de los amigos más entrañables que yo haya tenido, muerto prematuramente hace un par de lustros. José Miguel, con quien entablé amistad en Roma, donde ambos vivíamos, adoraba a su abuelo y no se cansaba de relatar hechos relacionados con su figura. Pero, por alguna razón, no me contó, estoy casi seguro, la odisea del Graf Zeppelin.

Mi amigo era una encarnación y un fruto del exilio republicano. Hijo del poeta Herrera Petere, nació en México y luego vivió entre París y Ginebra. Conocía familiarmente a muchos de los miembros de la Generación del 27, así como a destacados intelectuales del destierro. Si no estoy equivocado Picasso era su padrino y, en Roma, Alberti, su mentor. Hablaba, aunque sin insistencia, de todos ellos. No obstante, quien le merecía auténtica devoción era su abuelo. Yo, por supuesto, no sabía quién era el general Emilio Herrera que, en boca de José Miguel, se convertía en un héroe renacentista trasladado al siglo XX. El general Herrera era, según su nieto, un científico de gran categoría que se carteaba a menudo con Einstein; un aviador osado, capaz de las hazañas más audaces; y un hombre de honor que, como militar, había respetado su juramento de lealtad a la República, oponiéndose a la rebelión de Franco.

Un día José Miguel se presentó con un ejemplar de la revista La Estampa, correspondiente a abril de 1932. Sé con exactitud el nombre de la publicación y la fecha gracias a que aparece en la excelente biografía del general escrita por Emilio Atienza, y que ha puesto referencias exactas a un fragmento de mi memoria. Lo que contenía aquella página de La Estampa era una crónica de una conferencia dictada por Emilio Herrera sobre cómo se desarrollarían en las próximas décadas los viajes a la Luna. Herrera había diseñado una nave que recorrería la distancia a 33.000 kilómetros por hora y, a través de cálculos aeronáuticos, quería demostrar que la carrera espacial ya era perfectamente posible. Me acuerdo muy bien cómo estuvimos comentando el curioso diseño de la nave, un híbrido de avión y cohete. En parte, entonces, por las informaciones de José Miguel, en parte, ahora, por la lectura de los textos de Atienza, también estoy al corriente de la participación de Emilio Herrera en destacadas investigaciones científicas, sobre todo tras su exilio en Francia, desde estudios sobre la energía atómica, incluida cierta premonición sobre el desastre de Hiroshima, hasta asombrosas aproximaciones a lo que sería el futuro traje espacial que, llegado el momento, le valieron el reconocimiento tanto de los rusos como de los americanos.

Todo eso era, desde luego, fascinante, pero lo que subyugaba a José Miguel y, a través de sus palabras, a mí era la dimensión moral de Emilio Herrera. Aún hoy creo que en toda su historia había algo de personaje de Joseph Conrad, en especial a partir de un acontecimiento que marcaría su vida. Emilio Herrera, nacido en el seno de una familia de militares, era un hombre conservador aunque ilustrado. Católico y monárquico, le había sido otorgado por el rey, a consecuencia de sus méritos científicos, el título de Gentilhombre de Cámara. En 1931, tras la proclamación de la República, Herrera realizó un viaje a París, donde se hallaba exiliado el rey, para pedir personalmente la liberación del vínculo. Alfonso XIII le excusó de su juramento, de modo que pudiese sentirse libre para elegir. Después de agradecerle el gesto Herrera comunicó al monarca que optaba por la causa republicana y que, en consecuencia, mantendría hasta el final el juramento de lealtad a la República que, como militar, iba a realizar.

Y lo mantuvo. De modo que cuando en julio de 1936 la inmensa mayoría de los militares se sublevaron contra la República, quebrando el juramento y convirtiéndose en traidores, el general Emilio Herrera se mantuvo fiel a sí mismo, leal antes al compromiso con la Monarquía y también leal después al que le unía a la República. Naturalmente, vencedor Franco en 1939, Herrara fue expulsado de la memoria colectiva española e incorporado —como los otros militares republicanos— a las tinieblas de la traición, cumpliéndose el reflejo en el espejo invertido que todavía perdura entre nosotros, y que hace brumosa la identificación de la indignidad, tanto ayer como hoy.

Como si fuera el protagonista de una novela de Conrad Emilio Herrera estuvo en todo momento atento al mantenimiento de la dignidad lo que, ya en el exilio, le valió el reconocimiento de unos pero también la aversión de otros, los más sectarios, quienes consideraban poco fiable, y aun peligroso, a un hombre que defendía la supremacía de la ética sobre la ideología. Entre estos últimos no le faltaron los reproches de los que reconocían su fidelidad a la República pero reprobaban su anterior adhesión a los principios monárquicos. Sin embargo, creo que era ese desprecio por los sectarismos y esa ecuanimidad casi incomprensible en medio de bandidajes y partidismos lo que despertaba la admiración del nieto.

Hay, por último, una anécdota relatada por mi amigo José Miguel, y confirmada por su biógrafo Emilio Atienza, que transmite con precisión la pasión y tenacidad del general Herrera. Como uno de los responsables máximos de la aviación republicana, Herrera debía realizar continuos vuelos nocturnos, sin luz alguna en los aparatos, para evitar el fuego enemigo. Así recorría la Península, de un extremo a otro, incluidas las zonas franquistas. Su nieto aseguraba que su pasión por la lectura era tal que había aprendido el método braille para leer, como los ciegos, en plena oscuridad. Debo reconocer que siempre pensé que se trataba de una exageración. Sin embargo, en la biografía de Atienza hay una cita de Pablo Neruda en la que se prueba que yo estaba equivocado: “Obligado (Emilio Herrera) a volar en la más absoluta oscuridad, aprendió el método braille para mantener su mente ocupada. Cuando dominó la escritura de los ciegos viajaba en sus peligrosas misiones leyendo con los dedos, mientras España abajo ardía en el fuego y dolor de la guerra. Alcanzó a leerse El conde de Montecristo, y al iniciar Los tres mosqueteros fue interrumpida su lectura nocturna de ciego por la derrota y el exilio”.


* Rafael Argullol Murgadas, filósofo, novelista y poeta, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.

** El 14 de abril de 2008, con motivo del 77 aniversario de la proclamación de la Segunda República, nuestra asociación homenajeó al general Emilio Herrera Linares (Granada, 1879 - Ginebra, 1967), celebrando un sencillo acto ante su tumba del cementerio de San José, en el que participó, entre otros, el cantaor Juan Pinilla Martín.