Los que ya contamos con una edad para tener hijos e hijas en plena juventud vivimos la España en blanco y negro que penaba con una televisión del régimen, en la que únicamente se podía elegir entre dos cadenas. Recuerdo que una vez muerto el dictador y echado a andar el sistema democrático, el país intentaba acomodarse a los modos occidentales más civilizados y en TVE se emitió una campaña contra los piropos en la calle protagonizada por albañiles. Encarnaban la esencia del macho ibérico lanzando desde un andamio sus groserías a una sufrida peatón. Aunque todavía menor, esa fue la primera ocasión en la que comencé a entender que las cosas entre hombres y mujeres, como yo las conocía y se me habían enseñado, no eran totalmente ciertas ni inmutables.
Luego, con el discurrir de la vida uno va adquiriendo conciencia feminista, con lecturas, charlas y reflexiones, aunque de forma imperfecta, ya que nunca se llega a controlar del todo los pensamientos automáticos o los actos reflejos que se amparan en la educación machista que se recibió de niño.
Si con la experiencia diaria de madres y parejas íbamos constatando los perjuicios del patriarcado, lo que a muchos nos llevó al terreno de la lucha activa por la igualdad entre hombres y mujeres fue el nacimiento de nuestras hijas, que vino aparejado con el deseo de que tuvieran el mejor desarrollo y alcanzasen las más altas metas en condiciones equiparables con sus hermanos varones.
Y ahí surgen enseñanzas a través de las vivencias de ellas en las que se ponen de manifiesto las problemáticas y las discriminaciones que sufren las mujeres desde la cuna y a lo largo del proceso educativo, desde la escuela infantil hasta la universidad. En sus actividades deportivas y de tiempo libre, en muchos casos masculinizadas. En sus relaciones sociales, círculo de amigos y ocio nocturno. Que culminan en precarias perspectivas laborales, la esquiva brecha salarial o la angustiosa planificación de la maternidad. Situaciones a las que sus hermanos no han tenido que enfrentarse.
Somos familias que nos esforzamos para qué esas niñas y esas jóvenes vayan superando etapas en un proceso que se dice meritocrático y en el que presuntamente funcionan la igualdad, el mérito y la capacidad para alcanzar los objetivos de vida que cada cual se marca.
Son estas jóvenes las que, junto con las veteranas de la lucha feminista, han protagonizado las movilizaciones de los últimos años contra las expresiones más extremas de la violencia machista: las violaciones en grupo y el asesinato en el ámbito de la pareja y la expareja. Impugnando aspectos esenciales de nuestra organización social, del sistema jurídico, policial, educativo, de los medios de comunicación, etc.
Y es aquí donde aparece una cuestión que, si bien quizás no tenga la urgencia de las anteriores, sí tiene máxima importancia, me refiero a la Jefatura del Estado, cuya misión es, como se sabe, “la más alta representación de la Nación”, nación cuya soberanía reside en el pueblo. Y que tiene un valor simbólico mayúsculo en la articulación institucional y social del país.
Esta Jefatura la ocupó Felipe VI en detrimento de sus hermanas mayores en un momento crítico para la credibilidad de la Corona. Pero lo hizo cuando mayoritariamente la sociedad ya no entiende que se dé preferencia al hombre frente a la mujer en la sucesión al trono ni en ningún otro puesto de decisión ya sean del ámbito público o del privado.
Esa discriminación flagrante es fruto de la regulación establecida en la Constitución del 78, que evidentemente ha quedado superada por la evolución de la sociedad española hacia una conciencia y una organización más igualitarias, por lo que su no reforma se revela como uno de los síntomas más claros de la esclerosis constitucional que sufrimos. Pero, además, pone de relieve la falta de capacidad de adaptación de la institución monárquica a cada momento social, cuando se corona rey a una persona que se nombró príncipe de Asturias treinta y siete años antes, sin conocer cuáles iban a ser sus capacidades.
Ahora es una niña la que está nombrada heredera para ejercer la Jefatura del Estado, una aspirante a reina que no ha tenido ni tendrá que merecerse el cargo, ni ha demostrado ni demostrará ante nadie que tiene la capacidad y que no ha competido ni competirá con otros candidatos. Leonor de Borbón queda fuera de la cultura del esfuerzo en cuyo contexto tienen que competir nuestras hijas y el resto de españoles.
Pero no sólo su acceso al ámbito profesional está regido por la excepcionalidad, también su vida escolar y su desarrollo personal. Es más, crecerá sabiendo que disfrutará de la impunidad de sus actos, viendo como la inviolabilidad del rey ha evitado que su abuelo se siente ante los jueces a explicar sus negocios turbios o que su padre informe sobre el uso que hace del dinero público que financia su Casa. En definitiva, la princesa es una persona aislada de la sociedad que tendrá que representar.
Por eso, muchos padres y madres queremos una República para nuestras hijas en la que, además de avanzar en la igualdad entre hombres y mujeres, la Jefatura del Estado sea representativa de la sociedad española, y que si llega una mujer al cargo sea porque se lo merece, no por una casualidad biológica.
(*) Manuel Rodríguez Alcázar, funcionario del Ayuntamiento de Granada, es vocal de la Ejecutiva de Granada Republicana UCAR.
(*) Manuel Rodríguez Alcázar, funcionario del Ayuntamiento de Granada, es vocal de la Ejecutiva de Granada Republicana UCAR.
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