Roberto Lertxundi*
El Correo
15/01/2010
En las fechas de cambio de año se producen reiteradamente los mensajes del Rey de España, tanto en Nochebuena como el 6 de enero, día de la Pascua militar. Se han convertido en un elemento clásico del calendario navideño, sin más objetivo que recalcar la existencia de Juan Carlos de Borbón y de la institución monárquica. El contenido de dichos mensajes carece habitualmente de interés: todo el mundo sabe, es de conocimiento público (incluidos todos los comentaristas, politólogos y tertulianos, que actúan como experimentados 'mensajólogos') que los textos se redactan en La Moncloa y que los funcionarios o asesores de turno ponen en la real boca lo que resulta interesante al Gobierno del momento: de ahí la permanente llamada a la responsabilidad, a la unidad, a la búsqueda de acuerdos, al consenso... Si repasan los mensajes de los últimos 25 años, verán que, salvo acontecimientos de actualidad, los mensajes presentan mínimas variaciones, siendo irrelevante en qué año se emiten y qué partido (PSOE o PP) ocupa el Gobierno del país.
Quizá sea éste el principal valor de los mensajes reales: la nula importancia de sus contenidos, la no implicación con los problemas y con los planteamientos políticos. De esa manera la Monarquía se sitúa en el lugar que le otorga la Constitución: el Rey reina pero no gobierna, la Carta Magna lo coloca en esos márgenes y hemos de admitir que el aburrimiento de los mensajes reales comporta un dato de normalidad constitucional. De ahí que, no teniendo de qué discutir, este año se haya polarizado el debate en torno a la emisión del mensaje navideño por el segundo canal de la ETB, la televisión pública vasca. En mi opinión, un debate absurdo porque, dada la amplísima oferta televisiva, cualquiera puede elegir un canal en el que no esté actuando el monarca. La protesta nacionalista no ha sido una protesta antimonárquica, sino estrictamente antiespañola, una pataleta respecto a las relaciones Euskadi-España.
Efectivamente, el PNV nunca ha hecho ascos a la institución monárquica, ni en su periodo fundacional, ni en los años setenta, durante la Transición. Recuerden todo aquello del 'pacto con la Corona', que en boca de Xabier Arzalluz era la expresión máxima de la soberanía foral vasca. Con toda probabilidad, el PNV habría discutido igual si en lugar del Rey el mensaje lo hubiera realizado el presidente de la república española. La oposición nacionalista (de todo el abanico partidario) a la emisión del mensaje no es antimonárquica, es estrictamente antiespañola. Me parece positiva la decisión del Consejo de EITB de emitir el mensaje: no pasa nada, no significa ningún cambio de fondo y encaja bien con el propósito de una normalización del papel de Euskadi en el conjunto del entramado político español.
Dicho todo esto, resulta sorprendente que en todas estas polémicas no se haya entrado a discutir prácticamente nada sobre el propio significado de la Monarquía en España. Aunque fuera de manera especulativa y sabiendo que no forma parte de lo que se considera políticamente correcto. Es evidente que, digan lo que digan los nacionalistas vascos, Euskadi es tanto o tan poco monárquica como el resto de España. No ha habido mediciones adecuadas del respaldo al 'juancarlismo', pero si atendemos a los sondeos demoscópicos puede presumirse bastante más amplio de lo que nos gustaría a los republicanos de razón y corazón. Y es en torno a esto donde puede plantearse alguna reflexión acerca del futuro de la Monarquía en España. Ahora que ni el tema es urgente ni es una demanda de la actualidad política, y que encaja, por tanto, perfectamente en el terreno de la reflexión.
Y es que en los últimos tiempos hemos asistido a cosas tan extrañas como la petición de intervención real en el caso de la pacifista saharaui Haidar por parte del líder de Izquierda Unida, fuerza de clara orientación republicana, pidiendo al monarca que asumiera funciones que no le otorga la Constitución. O Joseba Egibar, calificando como «súbditos» en lugar de 'ciudadanos' a los que no piensan como él en esta materia.
Kepa Aulestia, en uno de sus interesantes comentarios, escribía un par de afirmaciones muy precisas en torno a esta situación: «La emisión del discurso del Rey en el canal vasco, no supone un cambio sustancial en el juego político». «Retrato de un país al que no le sobra el Rey pero que nunca pedirá más monarquía». Ése es el quid de la cuestión. La leal gente republicana, la que entiende que la democracia casa con la república y no con la monarquía hereditaria, otorga a Juan Carlos I el papel de monarca de la Transición y no está dispuesta a aceptar el trágala de una dinastía juancarlista. El fondo del debate es si el hecho de que Juan Carlos I haya sido el monarca del pacto de la Transición obliga a la democracia española a otorgar el mismo papel a sus herederos. Creo, en buena lid, que puede perfectamente plantearse lo contrario: la Monarquía de la Transición es transitoria y a partir de ahí no hay nada predeterminado.
El Rey ha cumplido su papel, con luces y sombras, como siempre que hay largos periodos de protagonismo; ha sido discreto y ha facilitado el desarrollo constitucional. De acuerdo, pero después ¿qué? ¿Por qué España tiene que ser monárquica como consecuencia indirecta de los pactos constituyentes? Éste es el debate. Al padre se le agradecen los servicios prestados, pero a los demás se les envía educadamente a la vida civil, como cualquier familia española. Caminos hay para modificar la Constitución -por cierto, Felipe VI no cumpliría lo más elemental de la Ley de Igualdad que obliga a toda la ciudadanía-, incluida la iniciativa popular de referéndum para que la gente se pronuncie sobre el posjuancarlismo. Y ahí seguro que nos encontramos mucha gente que interpreta a la actual monarquía española como un pacto de equilibrio de fuerzas en un momento determinado, pero que carece de potencialidad más allá de su protagonista principal.
Y si se legitiman ganando en referéndum, se establecería una situación nueva, contemporánea, no hereditaria de los miedos y equilibrios de los años 70. El debate está servido.
* Roberto Lertxundi es senador por Euskadi (PSE-EE).
El Correo
15/01/2010
En las fechas de cambio de año se producen reiteradamente los mensajes del Rey de España, tanto en Nochebuena como el 6 de enero, día de la Pascua militar. Se han convertido en un elemento clásico del calendario navideño, sin más objetivo que recalcar la existencia de Juan Carlos de Borbón y de la institución monárquica. El contenido de dichos mensajes carece habitualmente de interés: todo el mundo sabe, es de conocimiento público (incluidos todos los comentaristas, politólogos y tertulianos, que actúan como experimentados 'mensajólogos') que los textos se redactan en La Moncloa y que los funcionarios o asesores de turno ponen en la real boca lo que resulta interesante al Gobierno del momento: de ahí la permanente llamada a la responsabilidad, a la unidad, a la búsqueda de acuerdos, al consenso... Si repasan los mensajes de los últimos 25 años, verán que, salvo acontecimientos de actualidad, los mensajes presentan mínimas variaciones, siendo irrelevante en qué año se emiten y qué partido (PSOE o PP) ocupa el Gobierno del país.
Quizá sea éste el principal valor de los mensajes reales: la nula importancia de sus contenidos, la no implicación con los problemas y con los planteamientos políticos. De esa manera la Monarquía se sitúa en el lugar que le otorga la Constitución: el Rey reina pero no gobierna, la Carta Magna lo coloca en esos márgenes y hemos de admitir que el aburrimiento de los mensajes reales comporta un dato de normalidad constitucional. De ahí que, no teniendo de qué discutir, este año se haya polarizado el debate en torno a la emisión del mensaje navideño por el segundo canal de la ETB, la televisión pública vasca. En mi opinión, un debate absurdo porque, dada la amplísima oferta televisiva, cualquiera puede elegir un canal en el que no esté actuando el monarca. La protesta nacionalista no ha sido una protesta antimonárquica, sino estrictamente antiespañola, una pataleta respecto a las relaciones Euskadi-España.
Efectivamente, el PNV nunca ha hecho ascos a la institución monárquica, ni en su periodo fundacional, ni en los años setenta, durante la Transición. Recuerden todo aquello del 'pacto con la Corona', que en boca de Xabier Arzalluz era la expresión máxima de la soberanía foral vasca. Con toda probabilidad, el PNV habría discutido igual si en lugar del Rey el mensaje lo hubiera realizado el presidente de la república española. La oposición nacionalista (de todo el abanico partidario) a la emisión del mensaje no es antimonárquica, es estrictamente antiespañola. Me parece positiva la decisión del Consejo de EITB de emitir el mensaje: no pasa nada, no significa ningún cambio de fondo y encaja bien con el propósito de una normalización del papel de Euskadi en el conjunto del entramado político español.
Dicho todo esto, resulta sorprendente que en todas estas polémicas no se haya entrado a discutir prácticamente nada sobre el propio significado de la Monarquía en España. Aunque fuera de manera especulativa y sabiendo que no forma parte de lo que se considera políticamente correcto. Es evidente que, digan lo que digan los nacionalistas vascos, Euskadi es tanto o tan poco monárquica como el resto de España. No ha habido mediciones adecuadas del respaldo al 'juancarlismo', pero si atendemos a los sondeos demoscópicos puede presumirse bastante más amplio de lo que nos gustaría a los republicanos de razón y corazón. Y es en torno a esto donde puede plantearse alguna reflexión acerca del futuro de la Monarquía en España. Ahora que ni el tema es urgente ni es una demanda de la actualidad política, y que encaja, por tanto, perfectamente en el terreno de la reflexión.
Y es que en los últimos tiempos hemos asistido a cosas tan extrañas como la petición de intervención real en el caso de la pacifista saharaui Haidar por parte del líder de Izquierda Unida, fuerza de clara orientación republicana, pidiendo al monarca que asumiera funciones que no le otorga la Constitución. O Joseba Egibar, calificando como «súbditos» en lugar de 'ciudadanos' a los que no piensan como él en esta materia.
Kepa Aulestia, en uno de sus interesantes comentarios, escribía un par de afirmaciones muy precisas en torno a esta situación: «La emisión del discurso del Rey en el canal vasco, no supone un cambio sustancial en el juego político». «Retrato de un país al que no le sobra el Rey pero que nunca pedirá más monarquía». Ése es el quid de la cuestión. La leal gente republicana, la que entiende que la democracia casa con la república y no con la monarquía hereditaria, otorga a Juan Carlos I el papel de monarca de la Transición y no está dispuesta a aceptar el trágala de una dinastía juancarlista. El fondo del debate es si el hecho de que Juan Carlos I haya sido el monarca del pacto de la Transición obliga a la democracia española a otorgar el mismo papel a sus herederos. Creo, en buena lid, que puede perfectamente plantearse lo contrario: la Monarquía de la Transición es transitoria y a partir de ahí no hay nada predeterminado.
El Rey ha cumplido su papel, con luces y sombras, como siempre que hay largos periodos de protagonismo; ha sido discreto y ha facilitado el desarrollo constitucional. De acuerdo, pero después ¿qué? ¿Por qué España tiene que ser monárquica como consecuencia indirecta de los pactos constituyentes? Éste es el debate. Al padre se le agradecen los servicios prestados, pero a los demás se les envía educadamente a la vida civil, como cualquier familia española. Caminos hay para modificar la Constitución -por cierto, Felipe VI no cumpliría lo más elemental de la Ley de Igualdad que obliga a toda la ciudadanía-, incluida la iniciativa popular de referéndum para que la gente se pronuncie sobre el posjuancarlismo. Y ahí seguro que nos encontramos mucha gente que interpreta a la actual monarquía española como un pacto de equilibrio de fuerzas en un momento determinado, pero que carece de potencialidad más allá de su protagonista principal.
Y si se legitiman ganando en referéndum, se establecería una situación nueva, contemporánea, no hereditaria de los miedos y equilibrios de los años 70. El debate está servido.
* Roberto Lertxundi es senador por Euskadi (PSE-EE).
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