Félix Población
Diario del Aire
24/05/2010
Diario del Aire
24/05/2010
Contaba hace un par de años el pintor Juan Alcalde (Madrid, 1918), autor del último retrato de don Manuel Azaña en su lecho de muerte en la localidad francesa de Montauban, que el hotel donde había fallecido quien fuera presidente de la segunda República Española estaba lleno de soldados nazis. Es de imaginar la funesta adversidad ambiental en que discurrió el velatorio de quien pretendió defender a su país del fascismo. Se supone que en medio del áspero vocerío de la milicia alemana, trató Alcalde de hallar la concentración y sensibilidad precisas para dar constancia en los trazos de su dibujo de la dignidad humana de quien sin duda, tanto entonces como ahora, es considerado como una de las personalidades políticas más importantes de nuestra historia.
Decía Juan Alcalde, desmarcándose con su versión de las mitificaciones encomiásticas con las que se suele glosar en esos casos una figura de la talla de don Manuel, algo que en principio parece devaluar la memoria de Azaña, pero que en realidad no sólo la humaniza para hacerla más nuestra, sino que realza la sensibilidad emocional y de diagnóstico de su agudeza intelectual: “Yo creo -decía el nonagenario pintor madrileño- que ese hombre tan fino, penetrante y espiritual murió de miedo, que es una forma muy decente de morir”.
Para que ese miedo matara a don Manuel Azaña con tanta decencia era preciso que su sensibilidad y talento políticos le advirtieran en su vejez derrotada y enferma de las consecuencias de aquel oscuro mundo naciente. Si los ideales republicanos habían sido pisoteados en España por un trágico golpe de Estado fascista, que prolongaría por muchos años el miedo y la muerte entre los vencidos en la Guerra Civil, toda Europa estaba pendiente entonces de los afanes imperialistas del nazismo, que llenarían a la postre de mucho miedo y mucha sangre al viejo continente. Es muy valiosa la opinión de Juan Alcalde, pues fue él quien con su último retrato de Manuel Azaña pudo captar acaso, en las facciones yacentes del presidente republicano, las secuelas de ese postrero sentir. El destino del dibujo del pintor madrileño estará en las dependencias del Centro Documental de la Memoria Histórica, con sede en Salamanca. Junto a esa obra habrá otro preciado objeto que acaba de recobrar actualidad: la maleta con la que el general Vicente Rojo salió para el exilio.
Con esa maleta, posiblemente, también regresó a España desde Bolivia, en 1957, quien fue la máxima cabeza militar de la República durante la Guerra Civil. Puede que en ese trayecto de retorno, cuando ya estaba enfermo y probablemente ya había esbozado también las primeras páginas, viajara con el equipaje del general el proyecto de los 600 folios que muchos años después descubriría el ayudante del escritor Jorge Martínez Reverte, Mario Martínez Zauner, en el Archivo Histórico Militar de Madrid. Ahora, ese manuscrito se ha hecho libro bajo el título Historia de la Guerra de España, y nos ofrece dos constataciones que son muy significativas por su relevancia acerca de la actitud y personalidad de Vicente Rojo ante el golpe de Estado de Franco y el entendimiento que tuvo el general republicano de su lucha.
Con relación a su fidelidad a la República, dice Rojo ante la felonía de otros de sus colegas: “No era momento de dejarse llevar por corazonadas; no había tiempo para discutir ni motivos para ampararse en el ejemplo de ajenas conductas o a la sombra de un presunto vencedor. Importaba solamente la verdad de España, sin zarandajas ni convencionalismos. La duda, terrible duda, estaba planteada en toda su crudeza, como jamás se nos había planteado; y yo la resolví bien o mal, pero radicalmente, categóricamente y hasta con cierta repugnancia, porque no me agradaban muchas cosas que veía en torno mío (y lo grave aún no había comenzado); y la resolví manteniéndome fiel a lo único que en aquellos aciagos momentos me dictaba mi estrecho concepto del honor: el cumplimiento del juramento que había prestado de defender la patria, defendiendo la Ley y las autoridades legítimamente constituidas, con estricta obediencia a mis jefes naturales. Nada podía torcer esa resolución”.
En cuanto a la tan manida y falaz argumentación de los seudo-historiadores revisionistas o similares, para quienes la República llevaba camino de convertirse en un régimen bolchevique, queda una vez más rebatida, en este caso por quien representaba al Jefe del Estado Mayor central del ejército que defendió aquel régimen. Nunca pensó Rojo, de confesión católica, que la República acabaría siendo fagocitada por el comunismo. La ayuda militar soviética se debió, según el general, a la falta de apoyo por parte de los países democráticos europeos, sin que esa colaboración de la Unión Soviética significase una entrega ideológica y política a Moscú.
El retrato post-mortem de Manuel Azaña en Montauban y la maleta de Vicente Rojo son dos preciados recuerdos de la dolorosa diáspora republicana sufrida por un país, el nuestro, “donde los hombres -según escribió Albert Camus- aprendieron que es posible tener razón y aun así sufrir la derrota. Que la fuerza puede vencer al espíritu y que hay momentos en que el coraje no tiene recompensa. Esto es sin duda lo que explica por qué tantos hombres en el mundo consideran el drama español como su drama personal”. Tanto el miedo de don Manuel, que apunta Alcalde, como el concepto del honor que esgrime Rojo, abundan en esa explicación.
Decía Juan Alcalde, desmarcándose con su versión de las mitificaciones encomiásticas con las que se suele glosar en esos casos una figura de la talla de don Manuel, algo que en principio parece devaluar la memoria de Azaña, pero que en realidad no sólo la humaniza para hacerla más nuestra, sino que realza la sensibilidad emocional y de diagnóstico de su agudeza intelectual: “Yo creo -decía el nonagenario pintor madrileño- que ese hombre tan fino, penetrante y espiritual murió de miedo, que es una forma muy decente de morir”.
Para que ese miedo matara a don Manuel Azaña con tanta decencia era preciso que su sensibilidad y talento políticos le advirtieran en su vejez derrotada y enferma de las consecuencias de aquel oscuro mundo naciente. Si los ideales republicanos habían sido pisoteados en España por un trágico golpe de Estado fascista, que prolongaría por muchos años el miedo y la muerte entre los vencidos en la Guerra Civil, toda Europa estaba pendiente entonces de los afanes imperialistas del nazismo, que llenarían a la postre de mucho miedo y mucha sangre al viejo continente. Es muy valiosa la opinión de Juan Alcalde, pues fue él quien con su último retrato de Manuel Azaña pudo captar acaso, en las facciones yacentes del presidente republicano, las secuelas de ese postrero sentir. El destino del dibujo del pintor madrileño estará en las dependencias del Centro Documental de la Memoria Histórica, con sede en Salamanca. Junto a esa obra habrá otro preciado objeto que acaba de recobrar actualidad: la maleta con la que el general Vicente Rojo salió para el exilio.
Con esa maleta, posiblemente, también regresó a España desde Bolivia, en 1957, quien fue la máxima cabeza militar de la República durante la Guerra Civil. Puede que en ese trayecto de retorno, cuando ya estaba enfermo y probablemente ya había esbozado también las primeras páginas, viajara con el equipaje del general el proyecto de los 600 folios que muchos años después descubriría el ayudante del escritor Jorge Martínez Reverte, Mario Martínez Zauner, en el Archivo Histórico Militar de Madrid. Ahora, ese manuscrito se ha hecho libro bajo el título Historia de la Guerra de España, y nos ofrece dos constataciones que son muy significativas por su relevancia acerca de la actitud y personalidad de Vicente Rojo ante el golpe de Estado de Franco y el entendimiento que tuvo el general republicano de su lucha.
Con relación a su fidelidad a la República, dice Rojo ante la felonía de otros de sus colegas: “No era momento de dejarse llevar por corazonadas; no había tiempo para discutir ni motivos para ampararse en el ejemplo de ajenas conductas o a la sombra de un presunto vencedor. Importaba solamente la verdad de España, sin zarandajas ni convencionalismos. La duda, terrible duda, estaba planteada en toda su crudeza, como jamás se nos había planteado; y yo la resolví bien o mal, pero radicalmente, categóricamente y hasta con cierta repugnancia, porque no me agradaban muchas cosas que veía en torno mío (y lo grave aún no había comenzado); y la resolví manteniéndome fiel a lo único que en aquellos aciagos momentos me dictaba mi estrecho concepto del honor: el cumplimiento del juramento que había prestado de defender la patria, defendiendo la Ley y las autoridades legítimamente constituidas, con estricta obediencia a mis jefes naturales. Nada podía torcer esa resolución”.
En cuanto a la tan manida y falaz argumentación de los seudo-historiadores revisionistas o similares, para quienes la República llevaba camino de convertirse en un régimen bolchevique, queda una vez más rebatida, en este caso por quien representaba al Jefe del Estado Mayor central del ejército que defendió aquel régimen. Nunca pensó Rojo, de confesión católica, que la República acabaría siendo fagocitada por el comunismo. La ayuda militar soviética se debió, según el general, a la falta de apoyo por parte de los países democráticos europeos, sin que esa colaboración de la Unión Soviética significase una entrega ideológica y política a Moscú.
El retrato post-mortem de Manuel Azaña en Montauban y la maleta de Vicente Rojo son dos preciados recuerdos de la dolorosa diáspora republicana sufrida por un país, el nuestro, “donde los hombres -según escribió Albert Camus- aprendieron que es posible tener razón y aun así sufrir la derrota. Que la fuerza puede vencer al espíritu y que hay momentos en que el coraje no tiene recompensa. Esto es sin duda lo que explica por qué tantos hombres en el mundo consideran el drama español como su drama personal”. Tanto el miedo de don Manuel, que apunta Alcalde, como el concepto del honor que esgrime Rojo, abundan en esa explicación.
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