Pedro Luis Angosto
La República
28/05/2010
La República
28/05/2010
Hace ya más de treinta años, cuando estudiaba sexto de bachiller en el Instituto de Caravaca, recibí en la piel de un amigo una lección que nunca he podido olvidar. En una de aquellas aulas hacinadas, don Juan Romera, hombre serio, irónico –a veces hasta el sarcasmo- y con un profundo compromiso cívico, hablaba de etimología entre el murmullo y las risas de la turba adolescente. De repente, cansado, dio un golpe en la mesa, mandó callar y fue sacándonos uno por uno para que analizásemos las raíces de determinadas palabras. Como pude salí del atolladero en que me habían metido las risas y la distracción y supe, más o menos, decirle el significado del verbo “inmiscuirse” y el de mi primer apellido: “angosto”. Lo pasé mal, bastante mal, pero no tanto como cuando le llegó el turno a mi amigo Antonio Pérez. –Explíqueme usted la etimología y el significado de la palabra “apolítico”. Mi amigo se refirió a la polis griega y al prefijo “a”. Buena explicación. Entonces Don Juan, con toda la intención del mundo, cambió de sendero. -¿Qué piensa usted de la política? -Don Juan, en mi casa no se habla de eso –corría el año 1976, el hedor del cadáver de Franco estaba presente en todos los rincones-, mi padre no nos deja. –Ya, pero ahora no estás en tu casa, sino en clase y te he hecho una pregunta que tiene mucho que ver con tu explicación, ¿entonces, eres apolítico? –Sí, don Juan aquí somos todos apolíticos. Mirándolo a él y mirándonos a todos, Don Juan nos dijo que ser apolítico, en sentido estricto aciudadano, era ser apersona porque no se adquiere la condición de ciudadano ni de persona si uno se desentiende o se distancia de los asuntos de la polis, de la res pública.
Desde hace unos años, a los seudohistoriadores fascistas que reinan en los mejores escaparates y anaqueles de muchas librerías patrias, se han unido varios intelectuales que en virtud de no sé qué poder demiúrgico se han situado por encima del bien y del mal, instalándose en la equidistancia, la neutralidad activa y la tibieza, acusándonos de “guerracivilistas, sectarios y cainitas”, tal como hacen los otros, a quienes trabajamos –con la mejor voluntad, desde la más estricta ética profesional y humana: Una y otra son inseparables- para esclarecer nuestra historia robada, la historia de nuestros cuarenta años de sangre, sufrimiento y mentiras. Por nombrar a unos cuantos, es imprescindible, citaré a Arturo Pérez Reverte, Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero, Joaquín Leguina o Fernando Savater, el primero siempre dispuesto a mentar la madre de quien no piense como él y a echar la culpa de todo a los malditos políticos; los otros afirmando en libros y tribunas de los grandes medios que en todas partes cocieron habas: Sobre todo –digo yo- después del final de la guerra, cuando los ganadores instauraron ese periodo de terror que al someterlo a la centrifugadora del olvido y el apoliticismo, sigue condicionando dañinamente nuestro devenir.
No comprendo su postura, sobre todo la de algunos, pero cada cual es libre de ponerse en el lugar que estime oportuno, de acusar a quienes trabajan horas, días y años, sin esperar remuneración ni reconocimiento alguno, de querer abrir heridas y enfrentar a los habitantes de este sufrido país, más cuando saben que nuestro propósito es justamente el contrario: Cerrar definitivamente las heridas que abrieron unos canallas hace setenta y cuatro años. No soy quién para discutir ese derecho a nadie, ni a Agamenón ni a su porquero, pero mucho menos a personas más doctas, con más entendimiento, más “prestigio” y, por supuesto, mucho más éxito mediático que quien subscribe, pero es obvio que aunque pudiera no lo haría. Empero, yo también tengo mis derechos, entre otros el de denunciar públicamente su falta de respeto a nuestra historia reciente, es decir a todos los españoles que fueron y fuimos víctimas de la dictadura, incluidos ellos, porque víctimas fuimos todos, incluso quienes defienden la infamia o se han colocado voluntariamente al margen de la misma; su afán por dar carpetazo a la parte más negra de la misma y su contribución al apoliticismo de los ciudadanos de este país con la falta de compromiso ético que delata su aparente neutralidad y esa muletilla tan usada como insultante –“los unos y los otros”- que equipara a leales y traidores, a verdugos y víctimas, cuando lo único que se jugaba en esa maldita guerra era si España seguía entre los países libres o entraba en la época más cruel y oscura de su historia contemporánea: La leyenda bolchevique, a día de hoy, cuando están abiertos buena parte de los archivos de la antigua URSS y se conocen las intenciones de Stalin, no se la cree ni los cofrades de la Hermandad del Santo Prepucio que dicen se custodia en la localidad francesa de Charroux.
En primer lugar, no conozco a nadie, absolutamente a nadie, que trabaje seriamente en eso que mal llaman “memoria histórica” que lo haga para soliviantar, encender hogueras o llenar la casa de fantasmas. Todo lo contrario, quienes nos movemos en ese mundo queremos que nuestro país haga la misma catarsis colectiva que hizo Alemania respecto al nazismo: Que todos nos sintamos avergonzados por haber sido paisanos, colaboradores o indiferentes de un asesino contumaz. No queremos ver a nadie en el cadalso, no queremos cárceles, no queremos más desolación ni más llantos, sólo deseamos que se acabe la ceguera, que se reconozca al régimen franquista como lo que fue, uno de las tiranías más sangrientas de las habidas en Europa Occidental y se anulen todas sus sentencias represivas, que se repare a las víctimas siquiera simbólicamente y que sus hijos y nietos puedan enterrar, como Dios manda o como ellos quieran, a sus muertos, que, de una vez por todas se acaben las lágrimas porque hay mucha gente que lleva llorando décadas, a escondidas, sin obtener consuelo de nadie, por dignidad, por Justicia y por conciencia democrática.
En segundo lugar, no hay que remontarse a Carlos IV ni a Fernando VII para buscar el origen de nuestros problemas, por esas iríamos a Viriato, a Recesvinto a Pelayo o a Trento: El siglo XIX fue convulso en todo el continente y la democracia no llegó ni siquiera a Francia hasta que se instauró la III República, es decir, a finales del siglo XIX. Cuando España se despega del todo de la historia es a partir de la dictadura criminal de Francisco Franco: Cuarenta años de asesinatos, de exilios, de torturas, de depuraciones, de persecuciones, de latrocinio, de mentiras, de gloriosos himnos infames, de castración, en una palabra, de terror, no pasan en balde.
En tercer lugar, por supuesto que hubo crímenes en la parte de España que tras el golpe de Estado africanista siguió siendo fiel a la República. Las armas las carga el diablo y un gobierno que pierde a buena parte de las fuerzas de seguridad a las que paga, pocos medios tiene para evitar que pandillas de resentidos –enloquecidos por siglos de abusos, por la violencia fascista y por la rabia irracional- se tomasen la justicia por su mano. Sin embargo, ni una sola orden de los distintos gobiernos republicanos justificó ni alentó jamás tales hechos, antes al contrario, desde los primeros momentos de la traición africanista, los ministros republicanos utilizaron todos los medios a su alcance para impedir desmanes: Un ejemplo de ello son las constantes alocuciones radiofónicas de José Giral, Carlos Esplá, Julio Just o García Oliver advirtiendo a la retaguardia de que caería todo el rigor de la Ley sobre aquellos que actuasen contra ella. Mientras estos y otros muchos esfuerzos se producían por parte de los mandatarios republicanos, Francisco Franco, Yagüe, Mola, Queipo de Llano y las demás bestias africanistas incitaban a sus huestes a un exterminio ideológico planificado como pocas veces han conocido los países de nuestro entorno.
En cuarto lugar, como demócrata, como ciudadano europeo –aunque en este momento eso no sea mucho- los españoles tenemos el mismo derecho que los alemanes a saber que ocurrió durante los cuarenta años más ominosos de nuestra historia; a conocer hasta que punto llegó el terror: Ninguna enfermedad, ninguna herida grave se cura ignorándola. En ese sentido, es preciso recordar que en Alemania la apología del nazismo es un delito, mientras que en España se hace apología del franquismo en cualquier esquina y en cualquier medio de comunicación.
El compromiso político no es obligatorio para nadie, mucho menos para los equidistantes, pero uno está convencido de que ni existen equidistantes ni existen apolíticos, que todo el mundo toma partido, y estos señores y otros de cuyo nombre ahora no me acuerdo, han tomado el suyo: El del la desmemoria. ¡Qué lejos queda Zola!
Desde hace unos años, a los seudohistoriadores fascistas que reinan en los mejores escaparates y anaqueles de muchas librerías patrias, se han unido varios intelectuales que en virtud de no sé qué poder demiúrgico se han situado por encima del bien y del mal, instalándose en la equidistancia, la neutralidad activa y la tibieza, acusándonos de “guerracivilistas, sectarios y cainitas”, tal como hacen los otros, a quienes trabajamos –con la mejor voluntad, desde la más estricta ética profesional y humana: Una y otra son inseparables- para esclarecer nuestra historia robada, la historia de nuestros cuarenta años de sangre, sufrimiento y mentiras. Por nombrar a unos cuantos, es imprescindible, citaré a Arturo Pérez Reverte, Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero, Joaquín Leguina o Fernando Savater, el primero siempre dispuesto a mentar la madre de quien no piense como él y a echar la culpa de todo a los malditos políticos; los otros afirmando en libros y tribunas de los grandes medios que en todas partes cocieron habas: Sobre todo –digo yo- después del final de la guerra, cuando los ganadores instauraron ese periodo de terror que al someterlo a la centrifugadora del olvido y el apoliticismo, sigue condicionando dañinamente nuestro devenir.
No comprendo su postura, sobre todo la de algunos, pero cada cual es libre de ponerse en el lugar que estime oportuno, de acusar a quienes trabajan horas, días y años, sin esperar remuneración ni reconocimiento alguno, de querer abrir heridas y enfrentar a los habitantes de este sufrido país, más cuando saben que nuestro propósito es justamente el contrario: Cerrar definitivamente las heridas que abrieron unos canallas hace setenta y cuatro años. No soy quién para discutir ese derecho a nadie, ni a Agamenón ni a su porquero, pero mucho menos a personas más doctas, con más entendimiento, más “prestigio” y, por supuesto, mucho más éxito mediático que quien subscribe, pero es obvio que aunque pudiera no lo haría. Empero, yo también tengo mis derechos, entre otros el de denunciar públicamente su falta de respeto a nuestra historia reciente, es decir a todos los españoles que fueron y fuimos víctimas de la dictadura, incluidos ellos, porque víctimas fuimos todos, incluso quienes defienden la infamia o se han colocado voluntariamente al margen de la misma; su afán por dar carpetazo a la parte más negra de la misma y su contribución al apoliticismo de los ciudadanos de este país con la falta de compromiso ético que delata su aparente neutralidad y esa muletilla tan usada como insultante –“los unos y los otros”- que equipara a leales y traidores, a verdugos y víctimas, cuando lo único que se jugaba en esa maldita guerra era si España seguía entre los países libres o entraba en la época más cruel y oscura de su historia contemporánea: La leyenda bolchevique, a día de hoy, cuando están abiertos buena parte de los archivos de la antigua URSS y se conocen las intenciones de Stalin, no se la cree ni los cofrades de la Hermandad del Santo Prepucio que dicen se custodia en la localidad francesa de Charroux.
En primer lugar, no conozco a nadie, absolutamente a nadie, que trabaje seriamente en eso que mal llaman “memoria histórica” que lo haga para soliviantar, encender hogueras o llenar la casa de fantasmas. Todo lo contrario, quienes nos movemos en ese mundo queremos que nuestro país haga la misma catarsis colectiva que hizo Alemania respecto al nazismo: Que todos nos sintamos avergonzados por haber sido paisanos, colaboradores o indiferentes de un asesino contumaz. No queremos ver a nadie en el cadalso, no queremos cárceles, no queremos más desolación ni más llantos, sólo deseamos que se acabe la ceguera, que se reconozca al régimen franquista como lo que fue, uno de las tiranías más sangrientas de las habidas en Europa Occidental y se anulen todas sus sentencias represivas, que se repare a las víctimas siquiera simbólicamente y que sus hijos y nietos puedan enterrar, como Dios manda o como ellos quieran, a sus muertos, que, de una vez por todas se acaben las lágrimas porque hay mucha gente que lleva llorando décadas, a escondidas, sin obtener consuelo de nadie, por dignidad, por Justicia y por conciencia democrática.
En segundo lugar, no hay que remontarse a Carlos IV ni a Fernando VII para buscar el origen de nuestros problemas, por esas iríamos a Viriato, a Recesvinto a Pelayo o a Trento: El siglo XIX fue convulso en todo el continente y la democracia no llegó ni siquiera a Francia hasta que se instauró la III República, es decir, a finales del siglo XIX. Cuando España se despega del todo de la historia es a partir de la dictadura criminal de Francisco Franco: Cuarenta años de asesinatos, de exilios, de torturas, de depuraciones, de persecuciones, de latrocinio, de mentiras, de gloriosos himnos infames, de castración, en una palabra, de terror, no pasan en balde.
En tercer lugar, por supuesto que hubo crímenes en la parte de España que tras el golpe de Estado africanista siguió siendo fiel a la República. Las armas las carga el diablo y un gobierno que pierde a buena parte de las fuerzas de seguridad a las que paga, pocos medios tiene para evitar que pandillas de resentidos –enloquecidos por siglos de abusos, por la violencia fascista y por la rabia irracional- se tomasen la justicia por su mano. Sin embargo, ni una sola orden de los distintos gobiernos republicanos justificó ni alentó jamás tales hechos, antes al contrario, desde los primeros momentos de la traición africanista, los ministros republicanos utilizaron todos los medios a su alcance para impedir desmanes: Un ejemplo de ello son las constantes alocuciones radiofónicas de José Giral, Carlos Esplá, Julio Just o García Oliver advirtiendo a la retaguardia de que caería todo el rigor de la Ley sobre aquellos que actuasen contra ella. Mientras estos y otros muchos esfuerzos se producían por parte de los mandatarios republicanos, Francisco Franco, Yagüe, Mola, Queipo de Llano y las demás bestias africanistas incitaban a sus huestes a un exterminio ideológico planificado como pocas veces han conocido los países de nuestro entorno.
En cuarto lugar, como demócrata, como ciudadano europeo –aunque en este momento eso no sea mucho- los españoles tenemos el mismo derecho que los alemanes a saber que ocurrió durante los cuarenta años más ominosos de nuestra historia; a conocer hasta que punto llegó el terror: Ninguna enfermedad, ninguna herida grave se cura ignorándola. En ese sentido, es preciso recordar que en Alemania la apología del nazismo es un delito, mientras que en España se hace apología del franquismo en cualquier esquina y en cualquier medio de comunicación.
El compromiso político no es obligatorio para nadie, mucho menos para los equidistantes, pero uno está convencido de que ni existen equidistantes ni existen apolíticos, que todo el mundo toma partido, y estos señores y otros de cuyo nombre ahora no me acuerdo, han tomado el suyo: El del la desmemoria. ¡Qué lejos queda Zola!
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