24/11/2010
Don Juan Carlos ha cumplido 35 años en el trono y, aunque con menor intensidad que en otras ocasiones, las laudatorias han vuelto a bruñir con aladdin su regia armadura. La tradición exige que, coincidiendo con el aniversario, se glorifique especialmente el pilotaje de la dictadura a la democracia de quien fue designado a dedo por el dictador. Su papel en la transición, según se nos dice, justificaría que él y sus herederos sigan ciñendo la corona, que al fin y al cabo da al país un toque retro muy elegante. De ahí que aceptemos sin más pulpo como animal de compañía, cuando lo normal sería constatar que si el Rey optó por la democracia fue porque no tenía otro camino. ¿Acaso alguien podía imaginarse en 1975 una restauración del absolutismo?
La exaltación de su figura ha convertido al Rey en un mito en blanco y negro con voz en off de Victoria Prego. A la inviolabilidad constitucional de la que disfruta, se unió la contemplación acrítica de sus acciones y la disculpa de sus meteduras de pata. El jefe del Estado podía ausentarse del país sin dar cuenta a nadie de su paradero, crear conflictos diplomáticos mandando callar a presidentes de otras naciones, aceptar coches de lujo y carísimos yates o participar en oscuros negocios, de los que se tenía noticia cuando sus asesores financieros acababan en el banquillo o en el trullo.
La omertá que los principales partidos políticos han establecido en torno a la monarquía ha permitido a esta singular familia abstraerse de la exigencia básica de explicar qué hace con el dinero de todos y hasta dónde alcanza su patrimonio. Los ciudadanos tenemos derecho a conocer si el Rey compra acciones del Popular o de ACS, o si tiene deudas con algunos de sus primos árabes, lo que nos permitiría entender por qué el saudí Fahd no iba a la Zarzuela en sus estancias en España sino que era nuestro jefe de Estado el que le giraba visita a su palacio de Marbella.
Si algún débito teníamos con el Rey, lo hemos satisfecho con intereses. Tanto el monarca como el sucesor deberían ser conscientes de que somos los contribuyentes quienes abonamos su fiesta a escote y que si aceptamos la pervivencia de una institución medieval no es porque reconozcamos sus derechos históricos sino porque nos da la real gana. Y que podemos cambiar de opinión.
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