Rafael Reig
ABC Cultural
11/09/2010
En 1944 unos cuantos miles de republicanos españoles atraviesan la frontera desde Francia para derribar a Franco y restaurar la República. Es la operación Reconquista del ejército de la Unión Nacional Española. Toman varias poblaciones en el valle de Arán y un día tienen un verdadero golpe de suerte: avistan un destacamento penal. Son presos republicanos conducidos a trabajos forzados. Los guerrilleros se lanzan al ataque, sin ninguna duda de que, una vez liberados, todos se unirán a ellos hasta la victoria final. Faltaría más. Al principio los cautivos desconfían, temen que pueda ser una trampa, pero al final logran explicarles la situación: están libres, pueden por fin unirse a la lucha contra la dictadura. ¿Qué hacen ellos? Pues salir corriendo monte arriba como un solo hombre y como conejos. Para mí este es el momento central de Inés y la alegría, de Almudena Grandes. Es entonces cuando los guerrilleros se dan cuenta cabal de lo que es la España de Franco: no sólo la aniquilación física, sino también la otra cárcel sin muros, el humillante y duradero doblegamiento moral. Tan duradero que, en 1977, cuando se celebraron las primeras elecciones libres, los españoles votaron (como un solo hombre) a Adolfo Suárez, un falangista que había sido gobernador civil y hasta Ministro Secretario General del Movimiento. Aquellos republicanos que tomaron una parte del valle de Arán venían de la guerra de España y del exilio, de los campos de concentración y de la Resistencia en Francia contra Hitler. Al cruzar los Pirineos, no sólo se estamparon contra la siniestra realidad de la dictadura franquista: también sus camaradas les habían dejado con el culo al aire (sin perdón, no voy a decir con el pompis al descubierto o algo así), para no hablar de la ayuda de Moscú o la de esos Aliados tan demócratas que mantuvieron a Franco en El Pardo hasta su muerte (no tan prematura, por cierto). «La alegría es mi deber diario», escribió Kafka: es la misma alegría que da título a la novela, la de Dolores Ibárruri, un arma de resistencia y de lucha. «Ésa es la receta de Dolores para sobrevivir al franquismo, vivir de la alegría.» Y será esa disciplina de la alegría, ese deber diario, lo que le permitirá a Almudena, al final de la novela, soldar la fractura moral de la dictadura, recomponer una identidad nacional y personal. Tan importante es hacer memoria como saber desde dónde y para qué se hace. En estos tiempos en que uno empieza a maliciarse que la llamada «memoria histórica» está fabricada por guionistas de Hollywood (si es que no por el propio y congelado Walt Disney), sorprende esta novela tan repleta de verdad histórica como de verdad narrativa, escrita bajo la guía de la cita de Lenin que se repite en la obra: la primera obligación de un comunista consiste en comprender la realidad. Almudena es galdosiana hasta las cachas (y a mucha honra) y nos cuenta la historia a ras de suelo, vista desde abajo, como en los Episodios nacionales. O mejor, como dice ella, desde una perspectiva inmejorable: el punto de intersección entre la Historia inmortal y los cuerpos mortales. Esas historias de amor que son tan sórdidas y sublimes como todas, como la de Jesús Monzón y Carmen de Pedro o la de Dolores Ibárruri y Francisco Antón. A mí la narración de «la cocinera de Bossost» me ha recordado a las antiguas Coplas de la panadera: «Panadera, soldadera / que vendes pan de barato, / cuéntanos algún rebato / que te aconteçió en la Vera». Frente a la versión oficial, la panadera nos entrega una visión desde abajo de la batalla de Olmedo (1445). Frente a la elaboración áulica de la «memoria histórica», las crónicas de los aduladores, los telediarios, los discursos políticos; frente a las coplas de Jorge Manrique, en definitiva; se levantan, resplandecientes e inolvidables, las de la anónima panadera, o las de Inés, soldadera, cocinera del ejército guerrillero. Esa panadera que, por supuesto, no recuerda al maestre don Rodrigo con tanta solemnidad como lo hace su hijo Jorge: «Con lengua brava e parlera / y el coraçón de alfeñique / el comendador Manrique / escogió bestia ligera» y salió huyendo a todo correr. Otros quedan peor parados, como el obispo de Sigüenza, que «tan gran pavor cogiera» que «a los sus paños menores / fue menester lavandera». Al final de Fortunata y Jacinta, Ballester le cuenta la vida de Fortunata a su amigo el crítico literario, que afirma que hay allí elementos para «un drama o una novela», a condición de que se elaboren bien, ya que «no toleraba él que la vida se llevase al arte tal como es, sino aderezada, sazonada con olorosas especias y después puesta al fuego hasta que cueza bien». Segismundo Ballester no está de acuerdo y ambos discuten, «resultando al fin que la fruta cruda bien madura es cosa muy buena, y que también lo son las compotas, si el repostero sabe lo que se trae entre manos». Almudena Grandes, en esta admirable Inés y la alegría, sabe de sobra lo que se trae entre manos. La historia cruda es excepcional, pero aún mejora porque Almudena cocina el melodrama con el mismo pulso firme con el que Galdós cocinaba el folletín del XIX (o Cervantes la novela de caballerías). A mí me parece que don Benito aplaudiría esta novela.
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