Baltasar Garzón Real
Público
19/06/2011
Hace unos días, alguien me preguntaba por qué algunas palabras que están en el léxico popular y que definen relaciones humanas o acontecimientos no aparecen en los diccionarios, como sucede con la que titula este artículo. La razón radica en que la evolución de la sociedad suele ir por unos cauces diferentes a los de la oficialidad de las reglas que nos rigen, si bien antes o después la realidad de las cosas termina por imponerse a la formalidad de las mismas.
El 15 de mayo surgió en España un movimiento que, con mayor o menor fuerza, se ha extendido a otros países. La indignación popular que venía fraguándose desde hacía tiempo cristalizó en este movimiento que, representándonos a todos, despedía la fragancia de lo nuevo, la convicción de la razón y el civismo de su demostración. Era un plante surgido de una sociedad que cuestionaba y cuestiona muchos de los clichés que el mundo de la política tiene establecidos.
Los asamblearios acampados en la Puerta del Sol madrileña comenzaron pronto a ser un estorbo para la "buena y normal" ciudadanía. Habían pasado las elecciones del 22 de mayo y la presencia constante en las calles y plazas de las principales ciudades era una molestia, cuando no una provocación. El desenlace se preveía inminente, como también lo era la acción de los que habían aprovechado el movimiento para reventarlo desde dentro. Los de siempre, los mismos que unas veces actúan bajo la marca de violencia callejera, otras de los neonazis o de los "radicales antisistema", o de quién sabe qué.
La escenificación de la actuación de unos y de otros se desarrolla en una forma perfectamente previsible y por eso demasiado sospechosa. El cebo de las concentraciones ante las instituciones de representación democrática ha sido tan evidente como burdo, y los componentes del movimiento, incluidos los verdaderos paladines, han sido cazados. Su crédito ciudadano y rebelde ha sido robado por quienes estaban esperando que la caída se produjera.
Ahora todo vuelve a ser como antes. Hay que acabar con la revuelta; no se puede consentir que se cuestione el sistema, como si este fuera inalterable. De nuevo se elude la respuesta y el hacer frente a la situación denunciada. Pero seríamos demasiado torpes si esta situación fuera aceptada sin más condiciones. Sería muy triste que el esfuerzo y el empeño de miles de ciudadanos desaparecieran en la nostalgia y en la descalificación por la acción de unos pocos. Los indignadanos son, no los que persiguen o golpean a los políticos, sino los que exigen cuentas y explicaciones a los mismos; no los que arrojan pintura a los diputados o les agreden, sino los que denuncian la inacción de los mismos ante la crisis económica; no los que impiden que un Parlamento se reúna, sino los que hacen que los diputados no dejen el debate hasta solucionar los problemas de la sociedad a la que han jurado o prometido defender.
Son los que hoy, 19 de junio, reaccionan y se manifiestan en las calles de múltiples ciudades españolas y europeas para denunciar la inactividad de muchos políticos más ocupados en resolver riñas y querellas particulares que en sacar a la sociedad de la miseria moral en la que la maldad y la dejadez la han puesto. Son todos aquellos que han compartido la frustración y ahora desean alcanzar la esperanza de recuperar esos derechos esenciales, y entre ellos uno trascendental, el derecho a la felicidad, y otro, social, el derecho a participar y a decidir.
Hoy, las calles se llenan de indignación, pero de una indignación activa, democrática y pacífica. A este movimiento que hoy ocupa las calles y avenidas están llamados todos los demócratas que tanto lucharon por recuperar una democracia secuestrada durante 40 años de dictadura y todos los que la han consolidado; están llamados quienes, a pesar de las adversidades y de quienes se aprovechan de la ruina de los justos, quieren y son capaces de cambiar el mundo día a día; y están llamados quienes, además de estar indignados, han dicho "basta" y han decidido ser protagonistas por encima de toda la caterva de mediocres y agoreros que, desde la caverna de la intolerancia, tan sólo saben moverse en el cuenco de su mano, ajenos a los cambios que se están produciendo en el mundo.
Hoy, nuestra voz de indignadanos debe acompañar a todos/as aquellos/as que, a riesgo de sus vidas y de la pérdida de otros derechos fundamentales, se rebelaron a lo largo de la historia frente a los acontecimientos más adversos y violentos como el absolutismo o el fascismo, sea este franquista, nazi o mussoliniano; frente a las dictaduras genocidas, sean estas como las de Chile y Argentina o las modernas que masacran a miles de personas; frente al terrorismo o la violencia del Estado. Pero también quiero unirla a la de millones de ciudadanos indignados que salen a la calle, en forma pacífica, porque no están de acuerdo con lo que está sucediendo, con el modo de gestionar la cosa pública, con el modo de hacer política, con el cinismo de los que nos dirigen y gestionan la economía y que han sido los culpables de la situación en la que nos encontramos.
Hoy más que nunca ha quedado evidenciado que la participación ciudadana, la democracia real, no puede ni debe circunscribirse a la mera consulta electoral cada cuatro años. Todos debemos asumir que el mundo ha cambiado, que el siglo XXI ha revolucionado para siempre los viejos mecanismos de participación política. Lo estamos viendo en varios países y lo veremos en muchos más, en los que la fuerza de la comunicación a través de la red está siendo fundamental, otorgando una nueva dimensión a la fuerza política de los movimientos reales que no se puede obviar con el mantenimiento de mecanismos burocráticos de interposición que dificulten la relación bidireccional entre los ciudadanos y sus representantes.
El reto como indignadanos es hacer que este diálogo sea posible y efectivo, o lo que es lo mismo, que tenga capacidad de decisión, o no habrá comunicación. Pero también resulta evidente que el camino de la contestación irracional y violenta, además de atacar a la esencia del sistema democrático, socava al propio movimiento. Tales exponentes deben ser expulsados si no aceptan las reglas de la tolerancia, la diversidad y la fuerza de la palabra como únicas vías de expresión de este movimiento y de su configuración política.
Este 19 de junio viene cargado de indignación. Un sentimiento que no es ajeno en la historia de la humanidad y que, por azar o no, hizo que ciudadanos franceses indignados decidieran, este mismo día de 1790, desde la recién estrenada Asamblea Constituyente, la supresión de la nobleza hereditaria. Algo que puede parecer menor, pero que dio vida al más puro sentimiento republicano igualitario de una sociedad que hasta ese momento era el crisol de los privilegios y de la desigualdad y que amanecía a la realidad de un nuevo mundo más justo.
Es la indignación que sintieron los ciudadanos de todo el mundo cuando el 19 de junio de 1953 fueron ejecutados en la cárcel de Ossining en Nueva York, tras ser condenados sin pruebas convincentes, Julius y Ethel Rosenberg. Aquellos supuestos espías fueron víctimas de la cruel caza de brujas que encabezó el senador McCarthy. La frase que dejó escrita Ethel antes de morir está llena de indignación: "La historia nos recordará a mi esposo y a mí como las primeras víctimas del fascismo americano". Eran tiempos oscuros, pero no tan lejanos, porque, como dijera Camus, el bacilo de la peste (el fascismo) anida en cualquier madera vieja de una casa y puede revivir mucho tiempo después y acabar con una ciudad dichosa.
Indignados nos sentimos las personas de bien aquel 19 de junio de 1987 cuando ETA asesinó a 21 personas en el atentado de Hipercor en Barcelona. La sinrazón del terrorismo produce vergüenza y el rechazo a la violencia de todo tipo es la mejor expresión de esa indignación por una lacra que esperamos y deseamos se destierre para siempre.
Los acontecimientos de estas semanas nos enseñan que nada es inmutable y que muchas cosas se pueden y se deben cambiar a partir de experiencias muy distintas y de expresiones coincidentes de rebeldía y protesta, de responsabilidad y compromiso. Pero los desafíos suelen ser plurales y diversos como los esfuerzos para encontrar las respuestas. Por eso, si bien es cierto que, como dice el aforismo africano, el desierto se puede cruzar solo, es más seguro y fiable hacerlo acompañado.
http://www.publico.es/espana/382715/indignadanos
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