Álvaro Calleja
04/04/2011
“No se piensen ustedes que aquí se fabrican fideos. Aquí se fabrica pólvora y explosivos y, por tanto, los accidentes no son casuales”. La intervención del coronel Paradas Fustel, que conocía las condiciones de precariedad de la fábrica nacional de pólvora y explosivos de El Fargue, sobreexplotada durante la guerra civil, fue decisiva para frenar los fusilamientos de trabajadores. Los accidentes provocados por el incremento de los ritmos de producción eran la excusa perfecta de una militarizada Falange dedicada a organizar -en colaboración con confidentes y comisarios políticos- sacas de 40 empleados que cargaban en camiones con destino al barranco de Víznar. Bastaba con que algún chivato añadiera tu nombre a las listas negras que manejaban los sublevados.
El historiador Francisco González Arroyo, criado a escasos metros de la instalación militar, en el seno de una familia represaliada, trabaja en los últimos meses en su tesis doctoral centrada en la fábrica El Fargue, hoy la empresa de armamento Santa Bárbara. En los años de la contienda civil era la mayor instalación de explosivos y pólvora de España y una de las más grandes de Europa. Para el Ejército sublevado era fundamental apoderarse de ella pues se garantizaba el suministro bélico. “Es la única razón por la que se subleva la guarnición militar en Granada. La fábrica jugará un papel decisivo en el curso de los acontecimientos posteriores”, sostiene el investigador. Los republicanos se habían hecho con la fábrica de armas de Murcia y existía otra en Toledo, pero ninguna de las dos fue tan trascendente como la de El Fargue.
La fábrica cae en manos de los rebeldes el 20 de julio, sin apenas resistencia, y de la “limpieza” que allí hicieron todavía se habla en Granada. González Arroyo maneja datos fiables de, al menos, 170 represaliados que fueron fusilados y enterrados en fosas del barranco de Víznar. En el peor de los casos, si apareciera la documentación de víctimas que fueron baja en circunstancias desconocidas, la cifra podría alcanzar las 450 personas. “La represión fue feroz con los que no se adhirieron a la sublevación, los tibios, entre los que se encontraban militares o personas militarizadas que trabajaban en la fábrica, y aquellos que se significaron en reivindicaciones de carácter sindical”.
Algunas víctimas aparecen en el libro de Eduardo Molina Fajardo ‘Los últimos días de García Lorca’. De otros muchos ni siquiera hay constatada la defunción. Uno de los primeros represaliados, aunque su detención no se produce en el Fargue sino en el Gobierno Civil, es Antonio Rus Romero, maestro taller en la fábrica, significado sindicalista y secretario del Comité del Frente Popular, al que incoaron expediente judicial -junto al presidente de la Diputación, Virgilio Castilla- que desembocó en ejecución sumarísima.
La misma suerte corrió el dirigente sindicalista de El Fargue Miguel Álvarez Salamanca y decenas de compañeros, todos ellos durante el mandato interino del teniente coronel Manuel Barrios Alcón y el coronel Rafael Jaimez. “La llegada del coronel Paradas Fustel corta radicalmente las sacas de obreros, entre otras razones porque conocía las condiciones de precariedad y pudo demostrar que los accidentes no obedecían a actos de sabotaje, que solía ser la excusa para hacer ‘limpieza’, sino a la vorágine de los ritmos de producción y a la inexperiencia de muchos obreros que fueron contratados para dar salida a los explosivos”, explica.
De 510 trabajadores que contaba la fábrica en julio de 1936 se pasa a 1.676 en marzo de 1938, la cifra más elevada de empleados durante la contienda. Otro dato significativo: antes de la sublevación se fabricaban entre 200.000 y 300.000 kilos de pólvora, y 50.000 de explosivos. Apenas dos meses después del levantamiento militar, en septiembre de 1936, las cifras se multiplicaron por cinco, según los datos de su investigación.
Pero las represalias iban más allá de las ejecuciones. A la familia de González Arroyo le confiscaron la casa para convertirla en cuartel de la Falange. “A mi abuelo lo detuvieron y permaneció cuatro meses en la cárcel, le expropiaron sus propiedades y a sus hijos le dieron 24 horas para que la abandonaran la casa. Encontraron un alquiler en el Albaicín pero con el tiempo regresaron a El Fargue”.
En dicho barrio nació años después el investigador granadino, quien recuerda de niño la prudencia y el temor que envolvían las conversaciones de los mayores. “Me llamaba la atención la ambigüedad en el lenguaje, las frases hechas como: ‘esas son las cosas que pasaban cuando la guerra’ o ‘el pobre murió cuando la guerra’. No se escuchaba que lo mataron o lo asesinaron”.
Pero lo que le hizo profundizar en sus estudios de historia, especialmente en la represión franquista en Granada, fue el asesinato de un primo hermano de su madre, Miguel Fernández Adarve, encausado en el mismo consejo de guerra que su primo Saturnino Arroyo Adarve, abuelo de Carlos Cano. Su tragedia le llevó a recorrer los archivos históricos en busca de un atisbo de luz sobre lo que sucedió no sólo en el Fargue, sino en toda Granada.
Precisamente, el mismo día que se constituyeron muchos ayuntamientos de la provincia, el pasado 11 de junio, presentaba -junto a Eusebio Rodríguez Padilla-, coautor de otra investigación, el libro ‘República, Guerra Civil y Represión Franquista en Zafarraya (1931-1945)’, donde se desmenuzan los expedientes que llevaron al paredón a un gran número de vecinos del poniente granadino.
En noviembre de 2006 se rindió un homenaje a los trabajadores del Fargue fusilados en Víznar. El reconocimiento consistió en la colocación de una placa junto a la fosa común donde se cree que están buena parte de las víctimas. González Arroyo, entonces presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Granada, recuerda que había un proyecto para incluir los nombres de todos ellos. Qué mejor oportunidad que los setenta y cinco años transcurridos del dramático episodio de la guerra civil.
1 comentario:
El abuelo de Carlos Cano se llamaba Emilio Fernández Adarve
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