Jesús de Manuel Jerez
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30/09/2010
30/09/2010
Por primera vez, a mis años, en esta huelga formé parte de un piquete. Lo hice cargado de dudas porque, admitámoslo, todos sabemos que los piquetes no son, ni seguramente pueden ser, meramente informativos. Pero lo hice también cargado de razones, poque llevaba días cansado de oír la palabra coacción en relación con los piquetes, de leer la palabra 'energúmenos' en alguno de los debates virtuales del caralibro, probablemente un simple eco recogido de las miles de tertulias que tanto empeño han puesto en las últimas semanas y meses en criminalizar a los sindicatos. Para coacciones, me decía, las de esos banqueros a los que ahora se llama mercados financieros, las de esas agencias de calificación que ponen precio a la deuda pública evaluando la solvencia de los estados, esas mismas que dijeron que aquel gran banco estadounidense gozaba de más salud que un roble un día antes de que se hundiera. Pero razones y dudas venían juntas: ¿es legítimo responder a una coacción con otra? Mi respuesta, no muy categórica, la que me llevó a esa asamblea de las 10 y media en la vísperas de la huelga, tenía que ver con correlaciones de fuerzas: nos es totalmente desfavorable en los medios de comunicación, unánimes en nuestra contra (al menos los comerciales y a los que recurre aún la inmensa mayoría), pero también lo es en el juego del poder político y económico. Ya no recuerdo quién era ese gran empresario al que preguntaban si seguía existiendo la lucha de clases y respondía: por supuesto que sí, y la vamos ganando. Y a partir de ahí surge otra pregunta: ¿podemos permitirnos ser tan escrupulosos cuando el adversario carece del menor escrúpulo? Sin tener tampoco una respuesta tajante a esa pregunta comentaba minutos antes de salir para la asamblea con una amiga que me volvería a casa en el momento en que en el piquete sintiera que estaba actuando contra mis principios. No volví a casa, pero confieso que junto a muchos momentos que reafirmaban mis razones para estar allí tuve algunos también de incomodidad y de dudas razonables. Más adelante expondré algunas.
Lo primero que descubrí en cuanto nos pusimos en marcha por la autopista de Badajoz (a saber por qué la seguimos llamando así) es que un piquete es algo muy distinto a la imagen que de él me había hecho, o me habían hecho. Allí había mucha más gente de la que esperaba, se parecía mucho más a una manifestación de masas que a una acción de comandos de agitadores y no me parecía que estuviera compuesto fundamentalmente de burócratas sindicales, sino de trabajadoras y trabajadores comunes y corrientes, hombres y mujeres, muchas mujeres, de todas las edades, desde los más jóvenes hasta currantes con muchas huelgas a sus espaldas dispuestos a pasar una noche en vela haciendo kilómetros a pie y a batirse el cobre por el éxito de una lucha que siguen creyendo necesaria. Me impactó además que la emoción que predominaba fuera la alegría reivindicativa, mucho más que la ira, y ahí también la realidad real desmonta a la virtual que imponen los medios.
Por no extenderme no contaré todas las anécdotas del recorrido. Sólo diré que hubo algunos momentos de tensión, como cuando se descubrió a un tipo con una cámara que grababa todo y que se negó a mostrar su acreditación de periodista (luego lo vimos hablando con policías), o ante un bar abierto donde tal vez menos lo hubiéramos esperado o con algunos dueños de establecimientos que plantaban cara airados a los gritos de los piqueteros y el estruendo de silbatos y bocinas. Pero fueron momentos aislados, de tensión verbal más que física y que al fin y al cabo no constituyen la sensación general.
Frente a ellos también está el ejemplo del camionero en Mercagranada. Eran más de las cinco de la madrugada. Después de casi seis horas de caminar el piquete se había reducido porque, ante la falta de movimiento allí, algunos grupos se habían marchado a Puleva u otros lugares. De pronto, apareció un gran trailer seguido de otro. Había bastante más policía que piqueteros, varias lecheras (las seguimos llamando así, aunque hace años que dejaron de ser blancas), un grupo de agentes custodiando la entrada, trás nosotros y otros más enfrente. Después de un diálogo de los piqueteros con el primer camionero, que aseguraba que no iba a cargar mercancías sino a aparcar (a nuestra derecha, tras una valla, se veía efectivamente un gran aparcamiento de camiones) se le dejó pasar. El segundo decía venir con el mismo objetivo, pero el piquete dudó: ¿todos vienen a aparcar? La respuesta al signo de interrogación fue: éste no pasa. Nos sentamos en el suelo. Los policías van a la furgona a dejar sus gorras y recoger sus cascos. Se tientan las porras, bajan las viseras de los cascos. Nosotros seguimos sentados, coreando nuestros lemas. Esta reforma la vamos a parar. Frente a nosotros las luces encendidas del enorme camión: nos sentíamos pequeños ante él y ante la fuerza pública amenazante. Justo cuando nos preparábamos para empezar a recibir los primeros golpes un compañero se levanta y va a hablar con el camionero, sentado dentro de su cabina. En cuestión de segundos regresa con él. El camionero, barrigón, en manga corta, pantalón corto y sandalias en plena noche otoñal, se suma al piquete en medio de una gran ovación de los sentados. Conversamos con él entre risas y algún reproche por su parte: ¿dónde estabais cuando nuestra huelga? Algún compañero contesta: yo estuve apoyándoos más de una vez.. Los policías vuelven al furgón y cuando regresan ante nosotros la visera rígida de poliuretano, vertical, ha sido sustituida de nuevo por la menos amenazante, horizontal, de las gorras. El camión queda parado donde estaba y las escasas furgonetas y coches que se acercan se dan la vuelta al llegar a su altura. Un piquete también es eso. Allí estaba logrado el objetivo.
Después de un café reparador en la sede de IU y unas galletitas, seguidas de una breve cabezada en un sillón de ordenador, nos vamos de nuevo a la acción. Ha amanecido y ahora toca recorrer los bancos de la Gran Vía que abren justo a esa hora. Nuevas dudas: ¿se puede informar en medio del estruendo de los silbatos? Pero sobre todo ¿Se puede desmontar en unos minutos de visita lo que los medios han construido con su consenso pro-patronal durante semanas, meses, años? La respuesta esta vez me la dio una compañera dentro de una sede del Banco de Santander que en un momento de relativo silencio agarró el megáfono y gritó: "si no tenéis cojones de luchar por vosotros mismos, hacedlo al menos por vuestros hijos". Esa frase no logró, por lo que vi, que nadie abandonara su puesto de trabajo (no estábamos en una película de Hollywood, sino en nuestra realidad de hoy), pero sí que más de uno de esos trabajadores a los que en uno de los eslóganes que coreamos llamábamos 'obreros vestidos de domingo', agachara la cabeza y tuviera al menos un momento de duda, ¿o es que íbamos a ser nosotros los únicos en dudar?
Sin la duda nos deslizamos hacia el totalitarismo, se dice. También se afirma, y con razón, que sólo los dogmáticos no dudan nunca. Pero aun sin disipar del todo mis dudas, no sé si muy metódicas, creo que ayer los piquetes hicieron un encomiable trabajo, no exento de riesgos, cargado de compromiso militante para intentar, concentrando en un día nuestras debilitadas fuerzas, contrarrestar la coacción diaria que el poder económico, al que nadie vota, ejerce con notable éxito contra el poder político surgido de la ciudadanía. Nuestra "coacción", sin otras armas que nuestras gargantas, silbatos y principios, quizá tuvo forma de grito porque nos han vetado el acceso a la información en los medios que determinan la opinión de las masas. Pero tal vez hay algo que podríamos aprender para otras ocasiones, que espero que vengan ahora que nos sabemos más fuertes, ahora que tampoco olvidamos que no será tan fácil que esos gestores del capital que se dicen gobernantes den su brazo a torcer. El grito de justa indignación tiene su espacio natural en la calle, pero creo que dentro del lugar de trabajo serían más efectivas frases que en pocas palabras asaltan la conciencia de quien no debiera ser nuestro adversario, de quien queremos ganar para futuras luchas, frases como la de nuestra compañera, como las que nos salen cuando a la indignación le sumamos un poco de imaginación, frases que provocan dudas, dudas que puedan ser el comienzo de otras reflexiones y quizá, quien sabe, de futuras acciones. Frases que nos recuerdan que tenemos el deber moral de dejar a nuestros hijos algo, todo lo que podamos, de lo que conquistaron con tanto esfuerzo nuestros tatarabuelos.
Lo primero que descubrí en cuanto nos pusimos en marcha por la autopista de Badajoz (a saber por qué la seguimos llamando así) es que un piquete es algo muy distinto a la imagen que de él me había hecho, o me habían hecho. Allí había mucha más gente de la que esperaba, se parecía mucho más a una manifestación de masas que a una acción de comandos de agitadores y no me parecía que estuviera compuesto fundamentalmente de burócratas sindicales, sino de trabajadoras y trabajadores comunes y corrientes, hombres y mujeres, muchas mujeres, de todas las edades, desde los más jóvenes hasta currantes con muchas huelgas a sus espaldas dispuestos a pasar una noche en vela haciendo kilómetros a pie y a batirse el cobre por el éxito de una lucha que siguen creyendo necesaria. Me impactó además que la emoción que predominaba fuera la alegría reivindicativa, mucho más que la ira, y ahí también la realidad real desmonta a la virtual que imponen los medios.
Por no extenderme no contaré todas las anécdotas del recorrido. Sólo diré que hubo algunos momentos de tensión, como cuando se descubrió a un tipo con una cámara que grababa todo y que se negó a mostrar su acreditación de periodista (luego lo vimos hablando con policías), o ante un bar abierto donde tal vez menos lo hubiéramos esperado o con algunos dueños de establecimientos que plantaban cara airados a los gritos de los piqueteros y el estruendo de silbatos y bocinas. Pero fueron momentos aislados, de tensión verbal más que física y que al fin y al cabo no constituyen la sensación general.
Frente a ellos también está el ejemplo del camionero en Mercagranada. Eran más de las cinco de la madrugada. Después de casi seis horas de caminar el piquete se había reducido porque, ante la falta de movimiento allí, algunos grupos se habían marchado a Puleva u otros lugares. De pronto, apareció un gran trailer seguido de otro. Había bastante más policía que piqueteros, varias lecheras (las seguimos llamando así, aunque hace años que dejaron de ser blancas), un grupo de agentes custodiando la entrada, trás nosotros y otros más enfrente. Después de un diálogo de los piqueteros con el primer camionero, que aseguraba que no iba a cargar mercancías sino a aparcar (a nuestra derecha, tras una valla, se veía efectivamente un gran aparcamiento de camiones) se le dejó pasar. El segundo decía venir con el mismo objetivo, pero el piquete dudó: ¿todos vienen a aparcar? La respuesta al signo de interrogación fue: éste no pasa. Nos sentamos en el suelo. Los policías van a la furgona a dejar sus gorras y recoger sus cascos. Se tientan las porras, bajan las viseras de los cascos. Nosotros seguimos sentados, coreando nuestros lemas. Esta reforma la vamos a parar. Frente a nosotros las luces encendidas del enorme camión: nos sentíamos pequeños ante él y ante la fuerza pública amenazante. Justo cuando nos preparábamos para empezar a recibir los primeros golpes un compañero se levanta y va a hablar con el camionero, sentado dentro de su cabina. En cuestión de segundos regresa con él. El camionero, barrigón, en manga corta, pantalón corto y sandalias en plena noche otoñal, se suma al piquete en medio de una gran ovación de los sentados. Conversamos con él entre risas y algún reproche por su parte: ¿dónde estabais cuando nuestra huelga? Algún compañero contesta: yo estuve apoyándoos más de una vez.. Los policías vuelven al furgón y cuando regresan ante nosotros la visera rígida de poliuretano, vertical, ha sido sustituida de nuevo por la menos amenazante, horizontal, de las gorras. El camión queda parado donde estaba y las escasas furgonetas y coches que se acercan se dan la vuelta al llegar a su altura. Un piquete también es eso. Allí estaba logrado el objetivo.
Después de un café reparador en la sede de IU y unas galletitas, seguidas de una breve cabezada en un sillón de ordenador, nos vamos de nuevo a la acción. Ha amanecido y ahora toca recorrer los bancos de la Gran Vía que abren justo a esa hora. Nuevas dudas: ¿se puede informar en medio del estruendo de los silbatos? Pero sobre todo ¿Se puede desmontar en unos minutos de visita lo que los medios han construido con su consenso pro-patronal durante semanas, meses, años? La respuesta esta vez me la dio una compañera dentro de una sede del Banco de Santander que en un momento de relativo silencio agarró el megáfono y gritó: "si no tenéis cojones de luchar por vosotros mismos, hacedlo al menos por vuestros hijos". Esa frase no logró, por lo que vi, que nadie abandonara su puesto de trabajo (no estábamos en una película de Hollywood, sino en nuestra realidad de hoy), pero sí que más de uno de esos trabajadores a los que en uno de los eslóganes que coreamos llamábamos 'obreros vestidos de domingo', agachara la cabeza y tuviera al menos un momento de duda, ¿o es que íbamos a ser nosotros los únicos en dudar?
Sin la duda nos deslizamos hacia el totalitarismo, se dice. También se afirma, y con razón, que sólo los dogmáticos no dudan nunca. Pero aun sin disipar del todo mis dudas, no sé si muy metódicas, creo que ayer los piquetes hicieron un encomiable trabajo, no exento de riesgos, cargado de compromiso militante para intentar, concentrando en un día nuestras debilitadas fuerzas, contrarrestar la coacción diaria que el poder económico, al que nadie vota, ejerce con notable éxito contra el poder político surgido de la ciudadanía. Nuestra "coacción", sin otras armas que nuestras gargantas, silbatos y principios, quizá tuvo forma de grito porque nos han vetado el acceso a la información en los medios que determinan la opinión de las masas. Pero tal vez hay algo que podríamos aprender para otras ocasiones, que espero que vengan ahora que nos sabemos más fuertes, ahora que tampoco olvidamos que no será tan fácil que esos gestores del capital que se dicen gobernantes den su brazo a torcer. El grito de justa indignación tiene su espacio natural en la calle, pero creo que dentro del lugar de trabajo serían más efectivas frases que en pocas palabras asaltan la conciencia de quien no debiera ser nuestro adversario, de quien queremos ganar para futuras luchas, frases como la de nuestra compañera, como las que nos salen cuando a la indignación le sumamos un poco de imaginación, frases que provocan dudas, dudas que puedan ser el comienzo de otras reflexiones y quizá, quien sabe, de futuras acciones. Frases que nos recuerdan que tenemos el deber moral de dejar a nuestros hijos algo, todo lo que podamos, de lo que conquistaron con tanto esfuerzo nuestros tatarabuelos.
* Jesús de Manuel Jerez es profesor colaborador fijo de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada. Es miembro de la asociación Ecos, Traductores e Interpretes por la Solidaridad, militando además en la Asamblea local de IU LV-CA en Granada. En el pasado mes de febrero fue uno de los muchos firmantes de la Declaración de UCAR-Granada ante la ofensiva judicial del franquismo residual contra el juez Garzón.
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