Michel Wieviorka*
La Vanguardia
14/09/2011
En el momento del nacimiento de la sociedad industrial en Europa, el tema de la pobreza –miseria, se la llamaba entonces– estaba aún muy presente, y las principales respuestas que suscitaba eran de orden caritativo y a menudo obra de las iglesias. A continuación, se desarrolló la idea de que la cuestión social no era tanto la de la pobreza como la de una relación de dominación donde se oponían los obreros y los dueños del trabajo. La explotación de los trabajadores se convirtió entonces en el gran asunto. La transformación quedó ilustrada de forma espectacular en la respuesta dada por Karl Marx a Joseph Proudhon, que publicó a mediados del siglo XIX Filosofía de la miseria y fue objeto de la réplica de Marx en un libro titulado Miseria de la filosofía. Ya no era el momento de tratar sobre la pobreza; de hacer caso a Marx, lo que había que hacer era aplicarse a desarrollar un conocimiento concreto y crítico del movimiento histórico y acabar con la "crasa ignorancia" y el carácter "pequeño burgués" del proceder de Proudhon.
En efecto, el siglo XX hasta la década de 1980 dio más bien la razón a Marx, al menos sobre ese punto. Dejando de lado un desempleo a menudo residual o las épocas de crisis, las sociedades industriales incluyeron a los obreros; y, si estos se movilizaron, fue más para denunciar la injusticia, incluso la brutalidad de las relaciones de producción, que la miseria o la pobreza. Los obreros podían definirse como proletarios, el discurso político podía hablar de su pauperización, pero el corazón de la cuestión social ya no se encontraba ahí: estaban ante todo dominados y explotados, privados del control que consideraban legítimo sobre las herramientas de producción, los frutos de su trabajo y, de modo más amplio, las orientaciones generales de la vida colectiva. El movimiento obrero no pedía tanto librar a los obreros de la pobreza como asegurarles la dirección de la historicidad, el control de la inversión, el gobierno de la sociedad. Y, si había que aportar respuestas a las dificultades propiamente económicas de la población, éstas no se esperaban tanto de las organizaciones caritativas como del Estado, que se suponía que debía asegurar la redistribución y contribuir a la justicia social (el Estado-providencia o Estado del bienestar). Por su parte, las capas medias, esa "pequeña burguesía" tan a menudo vilipendiada por los marxistas, se analizaron casi siempre a partir de una idea de polarización, pensando que oscilaban o vacilaban entre los dos campos del conflicto estructural, llamado por muchos de clase.
Entonces llegaron las décadas de 1980 y 1990, la salida de la época industrial clásica y con ella el declive del movimiento obrero, pero también la exclusión, la relegación en barrios que se volvían miserables y una no relación social que ocupaba el lugar de las relaciones de producción. El Estado de bienestar se fue destruyendo a medida que se desarrollaban las ideologías liberales y luego neoliberales que acompañaron ese movimiento de conjunto para justificarlo mejor. Se extendió el desempleo y, con él, la precariedad. Varios países occidentales conocieron entonces disturbios urbanos, se habló de guetos, se crearon o reforzaron organizaciones humanitarias para ayudar a mantener la cabeza fuera del agua a unas poblaciones en situación desesperada.
A partir del 2008, la crisis financiera y económica ha amplificado esta evolución hasta el punto de poder decir que hoy el principal drama social consiste en no ser explotado, estar sin trabajo o muy precarizado. En los países occidentales, no se percibió de forma inmediata que esas transformaciones ponían en entredicho de un modo fundamental la estructura social, quizá debido a que las instituciones encargadas de la redistribución o de la seguridad social fueron capaces de evitar lo peor.
Sin embargo, esa ya no es la situación. En todas partes, en Europa y fuera de ella, los informes presentan la misma constatación: la pobreza progresa masivamente, incluso en el seno de los países septentrionales. Lo medido en esos países es relativo, y el cálculo consiste por lo general en considerar los ingresos medios. La pobreza se sitúa en Europaa partir del momento en que una persona gana menos del 60 por ciento de tales ingresos. En otras palabras, hablar de pobreza es hablar de desigualdades. Y decir que aumenta la pobreza es decir que se incrementan las desigualdades. En toda Europa se impone hoy la misma constatación: los ricos son más ricos que antes, y los pobres, más pobres.
Y, en semejante contexto, quienes se encuentran en medio, las capas medias, se inquietan: ¿no están también ellas amenazadas, sobre todo en estos tiempos de crisis, y no corren también el riesgo de quedar atrapadas en la espiral de la caída social? Los que tienen más edad se preguntan por el futuro de sus hijos, que vivirán peor que ellos; y es también en el seno de esas categorías intermedias donde se encuentran con frecuencia los actores más activos en los movimientos de indignados.
Los años de neoliberalismo triunfal han engendrado desigualdades crecientes, una clase cada vez más numerosa de pobres que son también cada vez más unos excluidos, una clase de ricos muy reducida, y sin relación alguna que los vincule y oponga al mismo tiempo unos con otros, y unas capas medias inquietas. El capitalismo fabrica hoy miedo, rabia, repliegue, o también pulsiones nacionalistas y xenófobas o racistas; es mucho menos que ayer una relación social de dominación organizada en el trabajo, las fábricas y los talleres. Y las capas medias, tradicionalmente activas en términos políticos y culturales, se sienten también ellas abandonadas, rezagadas o al borde de la movilidad descendente.
En contra de lo que ocurría cuando una relación social fundamental estructuraba la vida colectiva a partir de una relación antagónica entre el movimiento obrero y el capital, ya no buscan el sentido de su acción junto al primero, que ya apenas existe, ni del segundo, que se ha alejado considerablemente de ellas. Se está insinuando una nueva estructura social marcada por fuertes desigualdades, la ansiedad de las capas medias y la ausencia de un principio central de conflictualización. Es lo que viene a decir, en última instancia, la constatación actual acerca del incremento de la pobreza.
La historia dirá si se trata sólo del final del proceso de descomposición de la antigua sociedad o del nacimiento de una nueva.
* Michel Wieviorka es sociólogo y profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París.
** El excelente artículo que antecede estas líneas nos fue remitido a través del mail por el compañero Basilio Pozo-Durán, al que agradecemos de todo corazón su colaboración y compromiso con la causa republicana, publicando además la introducción que redactó como acompañamiento a la columna de Wieviorka:
Del Estado social y de derecho a las instituciones privadas de 'caridad', de explotadas/os a simples 'pobres'.
No se trata sólo del aumento de la pobreza, esto es, de la desigualdad, sino de la no-conciencia social de una clase trabajadora cada vez menos consciente del conflicto con la clase capitalista.
Vuelven los 'bancos de alimentos', aumentan las subvenciones públicas a Cáritas o a Cruz Roja, al mismo tiempo que se cierran ambulatorios, se privatizan hospitales, se despide profesorado, etc.
Y las/os explotadas/os, huérfanas/os de una organización hegemónica capaz de enfrentarse al capital y lo suficientemente amplia como para convertirse en alternativa al orden social imperante, se vuelven a ver como simples pobres, simples excluidas/os.
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