Íñigo Errejón*
31/08/2011
El martes 23 de agosto el Presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, anunció haber acordado ya con el Partido Popular una reforma de la Constitución para blindar un tope máximo de déficit público, que se realizaría antes del final de la legislatura, en las próximas semanas.
Se han escrito muchos y muy buenos artículos críticos con el contenido económico y el procedimiento constitucional escogido para la reforma. La iniciativa, en todo caso, tiene además un significado político directamente emparentado con el terremoto que ha supuesto el 15-M en los últimos meses: recuperar en un sentido conservador del orden existente la iniciativa que el movimiento le había arrebatado a los principales partidos en los últimos meses, y constitucionalizar un cierre frente a la suerte de “cerco social” al régimen que los indignados llevaban meses desplegando.
Para la reforma constitucional, bastan 3/5 de la representación en Parlamento y Senado, que reúnen sin dificultades los dos grandes partidos. Tras muchos años de discurso único que repetía que modificar la Constitución de 1978 era abrir la caja de los truenos de la convivencia cívica, los dos principales partidos del sistema político, cada vez más estrechamente vinculados en un funcionamiento orgánico como el gran “Partido del Estado”, acuerdan un profundo golpe de mano que, de facto, sentencia el ya maltrecho Estado social español.
Se trata de un hecho sin precedentes, de una gravedad que difícilmente puede ser exagerada. Los próximos días mostrarán el alcance de la reforma constitucional y sus resistencias, pero la constitucionalización de la austeridad neoliberal parece dar la razón a los indignados en su crítica no sólo a los recortes sociales y las soluciones regresivas e injustas frente la crisis, sino sobre todo a las graves carencias democráticas de un Estado en el que la élite política es ya tan solo testaferro de los poderes económicos europeos.
De momento, la reforma constitucional ya ha sido aprobada en el Parlamento, y el oligopolio de la representación que ostentan PSOE y PP parece augurar que los trámites seguirán su curso sin sobresaltos. El candidato Rubalcaba ha maniobrado lo mínimo necesario –derivando a una futura ley orgánica el límite específico del gasto- como para mantener prietas las filas de parlamentarios y senadores del PSOE, paliar las tímidas críticas internas y al mismo tiempo escenificar un poco creíble distanciamiento de su Gobierno. Aún así, será él, y no un absurdo Zapatero que juega al estadista sacrificado quizás para sembrarse un próspero ejercicio de expresidente, quien asumirá el coste electoral de una iniciativa impopular ante el regocijo del PP, que comienza así a gobernar ya en un relevo ordenado regido por el mismo programa regresivo y de subordinación a la troika europea.
Pese a su estabilidad institucional y la contundencia de las declaraciones de sus defensores, la reforma puede leerse como un movimiento defensivo, de cierre del régimen, que profundiza la limitación del alcance de la soberanía popular y, más aún, su condición de fuente de legitimidad política, a favor de una supuesta “lógica económica” que escatima al debate público sus indisimuladas prioridades normativas a favor de las minorías privilegiadas.
El Gobierno en descomposición de Zapatero pretende una maniobra ampliada de estabilización, con una reedición limitada, estrecha y regresiva del pacto constitucional original. Al blandir la Contitución como armadura contra el creciente descontento, estrecha aún más el margen de la política democrática –y de la soberanía nacional, atándose a las directrices de Merkel y Sarkozy-, pero podría estar colocando a la otrora intocable Constitución de 1978, pactada con la dictadura franquista, en la agenda política y en las miras de muchos de los indignados.
Si la visita de Benedicto XVI mostró la fortaleza del bloque social conservador, la apresurada iniciativa de “reforma express” de la Constitución, sin someterla a referéndum ni tan siquiera a debate público, muestra de forma nítida el secuestro de la soberanía popular por los poderes financieros privados y el cierre involucionista de un régimen temeroso de preguntar a sus gobernados. Si esta maniobra reduce el margen para la concertación e inclusión de algunas de las principales demandas del movimiento, aumenta por otro lado las posibilidades para que la crisis de legitimidad de la élite se contagie a un sistema político-constitucional crecientemente impermeable y replegado sobre sí mismo.
Tras su “primavera democrática”, el movimiento 15-M afronta una amplia contraofensiva sistémica, y todo parece indicar que nos espere un “otoño caliente”.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=134861
* Íñigo Errejón Galván es investigador en la Universidad Complutense de Madrid.
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