José M. Roca
15/09/2011
Acaba de darse cuenta Artúr Mas de que la Transición, así con mayúscula, ha terminado, porque Zapatero y Rajoy han acordado reformar la Constitución sin contar con CiU, desaire que el President ha considerado un desprecio a Cataluña. ¡Hombre, no! Cataluña es algo más, mucho más que Mas y mucho más que CiU, aunque el repentino y sorprendente acuerdo entre dos líderes que han vivido de espaldas desde hace años no deje de ser una prueba de cabildeo y un acto de infantil pleitesía ante el triunvirato -Merkel, Sarkozy, Trichet- que gobierna la Unión Europea, rendido por el más aplicado de sus alumnos.
Pero Mas, ya escaldado por un auto del Tribunal de Justicia Superior de Cataluña ratificando otro del Supremo sobre el castellano en la escuela, no es el único en confirmar el deceso de la Transición; ya lo habían hecho responsables de otros partidos, incluido el PP, que tanto hizo por acabar con ella. También la Conferencia Episcopal en una carta pastoral de noviembre de 2006, acusaba al Gobierno de haber roto el espíritu de reconciliación y consenso de la Transición, en el cual la Curia se atribuye un papel principal. Pero todos ellos hablan de algo que, como el cadáver de Lázaro, ya hiede. Hedor que han detectado algunos sectores de la sociedad española con el olfato democrático más fino, que solicitan continuar las reformas que la transición dejó pendientes y, desde luego, los jóvenes indignados del 15-M, que han salido a la calle para exigir que se entierre ese cadáver, porque la vida sigue.
La idealizada Transición, como proceso de reformas políticas, fue una etapa breve, aunque sobrevivió mucho más tiempo como mito fundacional del régimen parlamentario que sucedió a la dictadura.
Pasada la larga noche de la etapa franquista, en la que la dictadura estuvo legitimada por el mito de una cruzada contra el bolchevismo y por el origen -el 18 de julio de 1936- de lo que, con notorio abuso, el bando vencedor en la guerra civil llamó un alzamiento nacional, la sociedad española de nuestros días se erige sobre el mito de la refundación democrática de la II Restauración borbónica -o la tercera si se tienen en cuenta la de Fernando VII, en 1814, y la de Alfonso XII, en 1875-, y la consiguiente reforma del Estado plasmada en la Constitución de 1978, proceso ya conocido como transición a la democracia.
En este relato, convertido en nuestro moderno mito fundacional, los elementos racionales y visibles, los componentes históricos y sociológicos verificables se combinan con trazos notablemente oscuros y con pasajes ambiguos cuyo vigor explicativo debe más a la creencia de la ciudadanía que a su correspondencia con la realidad.
Este discurso sobre la Transición, en el que se reparten halagos en abundancia para sus protagonistas, afirma, en síntesis, que el cambio de régimen desde la dictadura franquista hasta la monarquía parlamentaria es un proceso en sí mismo democrático -transición democrática-, cuya realización fue posible por la madurez cívica del pueblo español, porque fue conducido de manera serena por una clase política responsable -tanto la élite procedente del régimen franquista como la surgida de la oposición democrática-, por el respeto mostrado por los llamados poderes fácticos, en particular por el Ejército, y por la actitud de la Iglesia católica a favor de la reconciliación; por haber estado impulsado por un noble motor -la Corona- y haber sido patroneado hasta buen puerto por un excelente timonel -el Rey-.
Esta delineada explicación, ideal, o mejor dicho ideológica, pues responde a intenciones derivadas de conveniencias de grupo y de intereses de clase, ha tratado de eliminar las diferencias, destacar los acuerdos y ocultar los intereses que, provenientes, sobre todo, del bloque social dominante durante el franquismo, han logrado no sólo sobrevivir amparados en el interés general, sino crecer y desarrollarse hasta condicionar la evolución del propio régimen democrático. Sin embargo, ese edulcorado relato se convirtió en hegemónico, aunque ahora se admita que está erosionado.
Lo que podría llamarse espíritu de la transición, no sólo el idealizado consenso entre partidos, que estuvo plagado de tensiones y se alcanzó tras enormes concesiones por parte de las izquierdas, sino referido a la esperanza popular en la llegada de un tiempo distinto, al ímpetu por las reformas, al interés de la gente por la política, a la movilización ciudadana y a la expectativa de obtener mejoras a corto plazo, también fue breve, y desde luego, minoritario; a pesar de las grandes movilizaciones, una parte importante de la población se mostró muy pasiva ante el cambio de régimen; se diría que, en aquellos años constituyentes, una parte del pueblo que empezaba a ser soberano era muy poco consciente de lo que representaba la soberanía.
La Transición empezó a morir cuando las clases subalternas comprobaron que la democracia no llegaba con un pan debajo del brazo sino con la congelación salarial y la reconversión industrial en la cartera, medidas con las que se salió de la larga recesión de los años setenta (en el legado de Franco figuraba medio millón de parados).
Al final de los años ochenta, saneado el sector bancario (que precisó el adelanto de 1 billón de pesetas de dinero público) y el vetusto aparato productivo de la dictadura con nuevas reconversiones (siderurgia, minería, astilleros), y colocadas las bases del incipiente Estado del Bienestar (financiado con la privatización de empresas públicas), hubo una etapa de prosperidad incentivada por la entrada de España en el Mercado Común Europeo, que duró hasta 1992, con los fastos del Vº Centenario, la Expo de Sevilla y la Olimpiada de Barcelona.
Una nueva, aunque breve, recesión económica se añadió a la crisis moral o de valores que acompañó a los mandatos de González, cuando apareció la ligazón del PSOE y el dinero, de la socialdemocracia con la beautiful people y la impúdica exhibición de riqueza, el tráfico de influencias, los nuevos ricos, los pelotazos y la corrupción (que también afectó al PP, al PNV y a CiU). Todo ello eran signos de la adaptación a escala nacional de la ideología y la praxis neoliberal propugnada por la de Reagan y Thatcher, que expresaba el triunfo del mundo de los negocios sobre el mundo del trabajo, de la competencia sobre la cooperación, del individualismo sobre la solidaridad, del interés personal sobre el de la comunidad y el privado sobre el público. Valores y comportamientos que estaban bastante alejados de lo que debería ser el programa socialdemócrata, por muy tibio que este fuera. Así, pues, el PSOE alimentó el desencanto que desembocó en la huelga general de diciembre de 1988, que expresaba la ruptura con los sindicatos y con buena parte de su base electoral.
La furibunda oposición del Partido Popular para desgastar al Gobierno de Felipe González dio la puntilla a la transición y anticipó lo que se avecinaba.
La segunda transición auspiciada por Aznar suponía una involución respecto a la primera, un salto atrás: su Gobierno hizo un uso patrimonial del poder, restauró la opacidad y las formas autoritarias; se apropió de símbolos nacionales para utilizarlos de manera excluyente y recuperó símbolos del franquismo; aumentó los privilegios de la Iglesia para unir la reevangelización a la reespañolización de España; montó un régimen de propaganda; reescribió la historia reciente; congeló la Constitución y se arrogó la exclusiva interpretación del consenso -el consenso era darles la razón-; y lejos de regenerar la vida política, diseñó un modelo productivo que facilitaba la corrupción.
Hoy estamos en otra época bien distinta de aquella de finales de los años setenta y principios de los ochenta; es más, tras los cambios habidos desde entonces en la sociedad española y ante una recesión que se presenta larga, estamos a las puertas de otra, cuyos rasgos aún no están bien perfilados como para calificarla, pero se intuyen con claridad suficiente como para indicar que será muy diferente a la actual. Además del severo deterioro del sistema económico, tanto ha sido el retroceso ideológico y político que no estamos ya en la post-transición, sino en el umbral de un refranquismo encubierto por el barniz de una democracia formal y restringida.
http://www.nuevatribuna.es/articulo/espana/2011-09-15/efimera-transicion/2011091513080600648.html
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